martes, 28 de marzo de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (15º parte)

Me sentía confusa, sin saber a donde ir, desplegué un mapa mental de lo sucedido, encarcelé cualquier pensamiento lúgubre en el último rincón del cerebro y puse rumbo a la iglesia, las casas se me antojaron ruinosas, las rejas oxidadas y el camino angosto y oscuro.
Retrocedí con un movimiento rápido, pegué los doloridos huesos todo lo que pude a la vieja puerta desconchada.

El sordo ruido que emitían los pies al ser arrastrados me hizo estremecer, subían enfundados en encapuchadas capas, era imposible distinguir unas personas de otras, la prenda hecha para restar la personalidad, unificar al individuo, todos en uno, repetían al andar una machacante letanía que se asemejaba al ruido de una bandada de abejorros, no había tenido tanto miedo en toda la vida, ya había coqueteado suficiente con la situación, no quería exponerme ni exponer más a Rufo inútilmente.

--¡Qué demonios de ritual era aquel!, no me arriesgaría por curiosidad, pero si estaba dispuesta a impedir que esto no le pasara a nadie más. ¡Gente loca y endemoniada!. Y una vez más traspasando la angustia de la terrible situación, me sentí como una pobre chica de ciudad perdida en un pueblo de gentes mezquinas, sin saber cual era el motivo, no podía desprenderme del sentimiento de soledad que se me ajustaba al cuerpo como una mortaja hecha a medida. 

En el coche de nuevo cerré los ojos e imploré para que arrancara, giré la llave, --rugió como un león agonizante--.
--¡Por favor! ¡Por favor! – supliqué entre dientes -- ¡Por favor arranca, te lo suplico! –sin dejar de girar la llave del contacto y pisando convulsivamente el pedal del acelerador--, por fin cuando ya perdía la esperanza, rugió como si deseara devorarme.
¡Gracias, Dios mío! – jamás dije esa frase con más devoción--, las lágrimas brotaron como un manantial, corriendo por las mejillas, goteando copiosamente en las rodillas, una cortina me nublaban la visión y el razonamiento, solo quería huir, marcharme a un lugar más seguro donde pudiera evaluar y rediseñar la situación.

El vehículo devoraba la carretera, las ruedas chillaban en cada curva, de un manotazo bajé el espejo retrovisor,  no quería comprobar el asiento trasero, pero notaba el aire gélido en el cogote, controlaba mi miedo a través de Rufo, me convencí a mí misma que si él permanecía tranquilo todo estaría bien. Hecho un rosco en el suelo del asiento del copiloto, gemía sin quitarme los ojos de encima, quería creer que era producto del accidentado viaje y no por llevar compañía indeseable. 

Anhelaba con toda mi alma alcanzar las luces de la autopista, creía verlos entre la oscuridad del campo, apostados a la espera en cada árbol, acechándome en el camino, intentando alcanzarme con esos pasitos torpes pero incansables, capaces de perseguirme por toda la eternidad.
Continurá...

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