jueves, 27 de abril de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (21º parte)

Enfilé de nuevo la recta carretera que conectaba con la autovía sin prestar demasiada atención a lo que me rodeaba, --mentalmente reconstruí todo lo ocurrido, intentando esclarecer si en medio de todo lo que estaba cayendo ese policía y yo, -- saqué la tarjeta del bolsillo para confirmar su nombre Gabriel Luján --, habíamos estado coqueteando, -- hubo algo que me puso los pelos de punta --. ¿Era nombre de ángel o de arcángel? ¿Mera casualidad?. No lo se, pero los pelillos de la nuca se me encresparon atraídos por un potente imán invisible.
--¡No me lo puedo creer! -- ja, ja – y el esbozo de la carcajada sonó como un grito de auxilio--.

Nunca pensé que contestaría a tantas preguntas, fueron interminables y agotadores días de responder a lo mismo, me mantenía firme en la postura adoptada, ensayaba ante el espejo para no contradecirme, hasta llegar al desmayo.
Estaban perdidos, realmente no había pistas, ni motivaciones, cambiaban de rumbo una y otra vez siguiendo pistas que no los conducía a nadie, callejones sin salida.
Gabriel siempre estaba presente, su mirada me tranquilizaba y poco a poco todo concluyó, el caso se aparcó y como todo en esta vida, otros acontecimientos ocuparon el lugar de este. Semanas después, por fin, me dejaron volver a casa, Gabriel tuvo la amabilidad de ofrecerse a acompañarme, -- nada hubiera sido más de mí agrado --. Tenía que apartarlo de la nueva vida que me tocaba vivir, en esta nueva etapa solo había  cabida para Rufo, el castigo no se si sería equiparable al pecado pero por lo menos, si justo el sacrificio.
El primer día fue extrañamente aterrador, observé el entorno con curiosidad, las frías calles las sentía más mías que nunca, pero las almas seguían parapetadas tras los cristales, cortinas que se mueven sutiles como mecidas por inoportunas ráfagas de aire, sombras que pasan raudas, solo captadas por el rabillo del ojo.  Y fue entonces cuando tuve la certeza de que la condena sería vivir dos vidas, una atenazada por la culpa y otra como vengadora de la maldad y tendría que aprender a compaginarlas.
Nos quedaríamos allí todos, yo viva y ellos muertos, asegurándome que jamás abandonaran el lugar en busca de nuevas victimas.

Gabriel lo intentaba, llamaba todos los días y alguno que otro se presentaba por sorpresa, no comprendía porque me empeñaba en seguir habitando en un lugar maldito, envuelto en un lúgubre recuerdo que con los años se volvería mito, lugar de reunión de curiosos en busca del morbo de lo oculto.
Al mirarlo lo sentía cómplice, descargaba la culpa que tanto pesaba, pero a la vez conseguía que no lo olvidara ni un segundo, su compañía me confundía, quería librarme de él y cuando no estaba, era como si el cielo se desprendiera, oprimiéndome hasta asfixiarme.
Pensaba. --¡Hoy le diré que no!, sin embargo la boca decía lo que la cabeza no quería y el corazón saltaba de emoción ante el encuentro, me descubría diciéndole. ¡Ven!, --con una risa sofocada y casi con aire de suplica --, la actitud infantil me llenaba de enojada vergüenza. ¿De dónde estaba sacando ese grado de estupidez?.  

Por las noches un murmullo ensordecedor invade el sueño, un impulso irrefrenable me obliga a dirigirme a la ventana en un estado similar al sonambulismo, allí están ellos, la estúpida cabeza doblada hacia la derecha, los ojos desencajados del asqueroso viejo... todos apostados frente a la casa y entonces algo me hace volver a la realidad, pero cuando salgo a comprobarlo, nadie acecha tras los cristales, el murmullo ha cesado y solo Rufo y yo compartimos el tiempo y el espacio, enciendo la televisión y la observo sin fijarme en nada, hasta que el tedio rinde los párpados.
Continuará...

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