jueves, 22 de junio de 2017

Las alas de un ángel rotas (10º parte)

Al cumplir los diecinueve años, cursé el primer año de Universidad y aunque mi abuela falleció seis meses después, entre ella y mi madre habían creado un fondo fiduciario y un albacea legal para que pudiera estudiar cualquier carrera sin sentirme apremiado por falta de dinero. No sé si lo ignora, estudié abogacía. 

Tras las numerosas perdidas acaecidas en mi vida, me instalé solo, en un luminoso apartamento cerca de la Universidad, por las noches me gustaba salir a pasear por lugares bulliciosos y escuchar las despreocupadas risas de las gentes, quizás, porque yo era incapaz de practicarla.


Un  23 de diciembre paseaba viendo como los transeúntes se afanaban por comprar los últimos regalos del día de Navidad, me distraía creando formas con el vaho que salía por mi boca, acurrucado bajo el abrigo y la bufanda, pensando en cosas triviales.
Como suele pasar en las grandes ciudades sin darme cuenta al doblar una esquina observé, que el paisaje no me era familiar, seguí caminando abrigado por el silencio. Fue roto con brutal desgarro. Aceleré el paso. 

En una callejuela de parca iluminación, una solitaria bombilla de bajo amperaje parpadeaba con ansia por disfrutar del descanso eterno, la luna se miraba con femenina  coquetería en los charcos que se habían formado en los diversos socavones, duplicando su imagen sin ningún pudor. 
Entre cajas de cartón vacías y contenedores de basura un hombre corpulento molía a golpes a alguien, por sus conmovedores lamentos y suplicas pude identificar sin ningún problema el genero de la agredida.
El viento arreció anunciando lluvia, trayendo rachas de aire helado pero no pudo enfriar la furia que se desató. 

Algo en mi interior y muy a pesar mío, cobró vida. Sin mediar palabra avance hacia ellos, con los músculos tensos y los sentidos captando el mínimo cambio a mí alrededor. Tropecé con algo que emitió un sonido metálico, me agazape sintiéndome descubierto, el ruido paso desapercibido, una rata peluda y desagradable, huía ante semejante alboroto, interrumpiendo su frugal ingesta de alimento, los ojos chocaron con una barra redonda de hierro macizo, sin pensarlo y en trance, la descargué con todas mis fuerzas sobre la cabeza de aquel gorila, la mujer al sentirse libre de sus crueles garras, arrastrándose a duras penas, se perdió entre las tinieblas de la noche. Cayó a plomo inmóvil, golpeándose contra el contenedor y luego con más fuerza sobre los adoquines. Quedé allí absorto en mí obra, paralizado por el horror.
--¿Qué debía hacer?. Llamar a la policía y decirle que había matado a una escoria de la sociedad, no pensaba ir a la cárcel por semejante tipejo. Comprobé con minuciosidad cada uno de los detalles. Mis manos se hallaban cubiertas por unos guantes de fina y reluciente piel, su pulso había desaparecido y de su nuca, la sangre manaba como de una inagotable fuente, reposé la barra sobre el suelo y desee verle la cara. ¿Me preguntaba como seria?. La luna cómplice y silenciosa ayudó a saciar mí curiosidad. Al volverlo con precaución de no mancharme de sangre, apareció su rostro ante mí.
Facciones crueles lo marcaban. Una profunda cicatriz cruzaba su ceja derecha alcanzándole el párpado, la nariz aplastada -- posiblemente rota en una pelea callejera-- dientes picados, sucios por falta de higiene, agravado por el consumo de café y tabaco. La luz de la luna filtrándose entre los dos edificios me permitió un examen exhaustivo del desgraciado, asegurándome que lo había descerebrado, dije en voz baja para la ausente victima de su crueldad.


-- ¡Éste es mi regalo de Navidad, úsalo con sabiduría!.
Asegurándome que no dejaba ninguna pista, me puse en pie, girando con aire marcial sobre mis tacones. La incertidumbre me rondó, asaltándome la duda. ¿Y si estoy equivocado y el tipo se incorpora?. Emprendí una alocada carrera, comprobando unos metros más allá del callejón, que nadie me seguía, mí único perseguidor una creativa imaginación, pero tengo que reconocer que la sensación fue tan real, llegué a notar el desagradable aliento caliente y maloliente del desafortunado.

Caminé sin rumbo, confuso por lo ocurrido. La intermitencia de un neón me volvió a la realidad. Empujé la puerta de cristales, se hallaba lleno de publico que bromeaba y bebía, el calorcillo del local agradaba, pude desprenderme de los guantes la bufanda y el abrigo. Una chica algo ebria se dirigió a mí.
--¡Hola!. ¿Cómo te llamas?. Yo me llamo Clara, aunque la noche está oscura, ji, ji, ji, rió estúpida, en otro momento hubiera deseado que se volatilizara que la pulverizara un viento huracanado, haciendo desaparecer las bobas facciones que la acompañaban, pero ahora no puse reparo, seguí escuchando sus chistes tontos de beoda, invitándola a varias copas, ---volvía a ser yo mismo, controlaba de nuevo mis nervios--, dejándole pagada una más, me aseguraba su amnesia. Escabulléndome en medio de la noche, paré un taxi que circulaba por la desierta avenida, dos o tres parroquianos caminaban o al menos lo intentaban, entre tras pies y charlas  sin sentido eran los únicos testigos de mi huida.
Continuará...

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