jueves, 6 de julio de 2017

Las alas de un ángel rotas (13º parte)

Nota: Por problemas técnicos, el lunes no se pudo subir al blog el relato, así que esta semana hay relato hoy y el sábado, os pedimos disculpas y esperamos que os gusten los relatos de esta semana.
 
A altas horas de la madrugada las ciudades muestran su cara más poderosa, más siniestra, como si por ellas mismas pudieran engullirte, hacerte desaparecer en sus entrañas, caras desconfiadas, miradas venenosas, muecas desagradables y amenazas veladas por personas que te creen perdido o desamparado, acaban encontrando sorpresas inesperadas y desagradables.

Seis meses después de ese primer hecho que con habilidad había escondido entre las brumas de la mente, camuflando el dolor y la culpa. Preparaba un pesado examen sobre derecho romano, tanto dato que memorizar me estaba volviendo loco.
 
Hablo de una cálida y agradable noche de Mayo, los más noctámbulos paseaban disfrutando de su placidez. Intentaba recordar lo que había estado estudiando durante todo el día, lo repetía mentalmente. Absorto en mis eruditos pensamientos.
--¡Eh tu maricón!. ¿Dónde vas?.
Seguí el caminar decidido, ignorando la ofensa.
--Sordo. ¿Es que eres tonto además de maricón?
Aun así seguí ignorándolo. De espaldas a mi supuesto agresor, planeaba todo lo rápido que me permitía la situación una estrategia de defensa. Es peligroso subestimar a un adversario. Murmuraba para mí como un demente.
 
Con naturalidad y pasando inadvertida la acción. Comprobé que los guantes permanecían en los bolsillos -- así evitaba perderlos-- con disimulo introduje las manos en ellos, mirando con sigilo a mí alrededor recordé una callejuela de dos metros escasos de anchura a mis espaldas, la calzada presentaba su aspecto más solitario, como si los transeúntes alertados por el peligro hubieran puesto tierra por medio. Hubiera dado cualquier cosa por hallarme en un lugar concurrido. Sentía una sensación de horror que me abrumaba.
 
El fulano, visiblemente enojado, me increpó con una afilada hoja que sentí peligrosamente clavada en el costado, una sospechosa humedad se deslizó hasta mí cintura, sin querer darle más motivo de violencia innecesaria, me giré con lentitud. La lógica no cedió ni un ápice de terreno al pánico, su mirada fija y la innecesaria ducha de maloliente saliva comenzó a exasperarme.
 
Una especie de fideo andante, pero con mucho nervio y con la visible necesidad de una dosis urgente, me escupía insultos – nunca mejor expresado, ya que en su creciente nerviosismo su saliva me alcanzaba más veces de las deseadas —su pelo encrespado por la falta de uso del jabón se apelmazaba en gruesos y pegajosos mechones, caían con trabajo hasta los hombros, labios finos, descoloridos, dientes separados unos de otros con restos en su superficie de la ultima comida, su barbilla puntiaguda con un pequeño y desagradable chivo adornándola, sus manos poseían tal cantidad de porquería incrustadas en las palmas y sobre todo bajo las uñas, que si hubiera sido dinero, no habría tenido que delinquir en mucho tiempo, me preocupaba más un contacto con ellas que con el filo de la navaja, el cual relucía bajo la noche clara, iluminada por cientos de parpadeantes estrellas. Yo lo superaba al menos en cuatro dedos de estatura, mis músculos fuertes y bien torneados presentaban una desigualdad notable entre los dos. Midiendo nuestras fuerzas y pasándole inadvertido el hecho, me aproximaba con lentitud calculada. El sonido de mi voz sonaba bajo, hablándole con suave lentitud, procuraba crearle una falsa sensación de desamparo.

Antes que pudiera adivinar mis intenciones con un golpe seco en ambas manos en direcciones opuestas, golpee sus brazos, provocando la caída de su afilada arma, sin darle tiempo a reaccionar, aseste un certero golpe a los testículos, postrándolo de rodillas en actitud orante, con los dedos entrelazados, emulando con mis manos una maza, las deje caer con todas mis fuerzas sobre su nuca, cayó desmadejado como un muñeco de trapo, inconsciente o muerto, no me paré a averiguarlo, cogiendo un pellizco de las harapientas prendas que cubrían su inerte cuerpo, lo arrastré hasta el callejón que se hallaba a escasos metros de nosotros, los alrededores sólo lo transitaban alguna tímida rata estimulada por el olor a basura reinante, provocado por unos contenedores de basura cercanos y descaradas cucarachas, que con porte de ratones, se paseaban seguras de su supervivencia al genero humano. Escondido en mí improvisado cubil lo golpeé hasta matarlo. Cuando recobré la serenidad su cara me sugirió un recuerdo tan espantoso, como doloroso, presentaba el párpado casi desecho, el rostro tan ensangrentado que se asemejaba a carne picada. Horrorizado por mi acto de salvajismo, lo tapé como pude, basura, cartones y objetos que encontré alrededor. Al igual que el niño pequeño que quiere esconder una terrible travesura y teme el castigo de mamá.
 
Furtivo y mirando en todas direcciones, comprobé que los posibles testigos se encontraban ausentes, enfrascados en menesteres más agradables.
Aquel acto, no era lo mismo que el que yo ya creía olvidado, me sentía asesino, aunque la victima la viera como pura escoria. ¿Quién era yo para erigirme en juez, jurado y verdugo de nadie? ¿Quizás me estaba convirtiendo en lo más odiado para mí?. En mí procreador, quizás la genética tuviera más importancia de lo que yo suponía. La conclusión me resultaba espeluznante, no podía ser. Corrí por las calles solitarias, cruzándome con varios coches de policía que patrullaban la cuidad, manteniendo el orden y frenando la delincuencia. ¿Qué paradoja, verdad?. Me asqueaba de mí mismo pero no estaba preparado para confesar, para afrontar mi destino.
 
Algo mareado me acordé en la baranda que me separaba del rió Manzanares, el costado me escocia y lo sentía húmedo, deslicé los dedos bajo la chaqueta. No era sudor, ¿Gelatina en el costado?. La afilada hoja con la que el agresor me amenazara hacia unos momentos me había alcanzado. Todavía llevaba los guantes que usara con la intención de no dejar huellas o restos de mi piel en la victima. La intencionalidad me pareció absoluta. ¿Cómo podía ser?. Yo no soy una mala persona, esto solo ha sido un accidente. ¡Tanta premeditación!. Arrancándomelos con violencia de las manos, los tire a las aguas que lucían serenas como un espejo negro en el que se reflejaba mi macabra acción, penetraron violentando su descanso, formando unas ondas a su alrededor en señal de protesta, engulléndolos hasta hacerlos desaparecer, pero ni aquellas aguas oscuras y tristes, ni la sangre que corría por mí costado, ni el sudor que me empapaba tras la carrera eran justificación suficiente. Cerca de esa avenida en la calle –no recuerdo el nombre--.
Había una conocida casa de putas, de la cual yo no era cliente pero si había oído hablar de ella a los compañeros, no era barata pero las chicas pasaban controles sanitarios periódicos, todo estaba muy limpio y hacían trabajos de todas las nacionalidades francés, griego, tailandés, cubano.
Si estabas dispuesto a pagar su justo precio, cualquier fantasía que te hiciera la vida más agradable la harían realidad.
Continuará...

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