jueves, 13 de julio de 2017

Las alas de un ángel rotas (16º parte)

Topé con una reja, ancha, alta, negra como la muerte, forjada por algún artesano anónimo, de sus manos recias, curtidas, nacieron finos trabajos como este. Pinchos en forma de espigas la coronaban, resultaban tan inocentes como mortíferas, si errabas en el acto de violar sus limites. Entre sus barrotes florecían hojas de variadas formas y tamaños, anárquicas, guardando la intimidad de los que allí reposaban para la eternidad, engarzadas desde siempre y para siempre a ambos lados de sus sólidos y fríos muros de piedra. Asomando tras ellos tímidamente, hileras de cipreses, deseando escapar de aquel angosto y solitario lugar. Los pies me condujeron hasta allí, en el único sitio donde mí corazón sentía calor.

Con un atlético salto me encaramé, apoyando las puntas de mis zapatos donde buenamente me lo permitía el forjado, de un acrobático salto, me libre de las amenazadoras puntas, cayendo a cuatro patas sobre el jardín que daba vida a la muerte. Figuras de tamaño natural representando personas o animales observaban atentamente mis movimientos, intimidándome con su presencia.

Hasta para mí que me era grato el lugar, los escalofríos iban y venían por mi columna helándome la sangre en aquella gélida noche.
Llegué a la lápida donde reposaba mi madre para siempre, junto a mi abuela. Quité las hojas que habían caído sobre ella, poniendo mis manos para que ambas sintieran mi calor, mi amor. Balbuceando y entre sollozos intentaba contarles para que me aconsejaran, necesitaba oír sus voces y sentir que le importaba a alguien en este mundo. Sin desearlo el sueño me cubrió con su manto, acurrucándome sobre la húmeda piedra.
Las sombras me rodearon, intentando tocarme o arrastrarme hacia algún negro abismo sin retorno,  mi abuela  acariciaba mi cabello como cuando era muy niño y sentía miedo de la oscuridad. Impidiendo que cumplieran su deseo.
Mi búho Nival, apareció de la nada, posándose sobre una  cruz de mármol, plegó sus alas con solemnidad, giró la cabeza para observar en derredor, fijando sus redondos e inexpresivos ojos en mí, su plumaje inmaculado resaltaba sobre la noche sin luna, sus garras de depredador, estaban cubiertas por un suave pelaje blanco, seguramente para protegerse del frió  en su lugar de origen, nunca observé ese detalle, lo veía por primera vez, me pareció asombrosa su adaptación al medio y me preguntaba como un animal de latitudes tan frías podía gustarle vivir aquí. Mi reflexión se interrumpió, las sombras que me acosaban se habían acercado peligrosamente, mi abuela no tenía la suficiente fuerza para alejarlas, una mano surgió de la oscuridad, no podía ver su rostro pero oí su voz clara como el día, no entendí las palabras, pero sonó tan dulce...

--¡Eh, Pervertido! ¿Qué haces ahí?.
La amenazadora figura de un hombre con una pala en alto me despertó de un golpe, sin pararme a dar explicaciones emprendí una veloz huida, pero el sepulturero, parecía entrenado en estos menesteres, corría cual liebre, arqueando ligeramente el cuerpo hacía delante para mantener el equilibrio y aunque la carrera se veía mermada por la edad, se conocía muy bien el terreno, eso me llevaba de ventaja, sintiéndome perdido, aturdido por el sobresaltado despertar, buscaba una vía de escape con desesperación. Le llevaba cierta ventaja y la aproveché en una arriesga y desesperada maniobra. Doblé en la primera calle formada por nichos de cinco pisos de altura, trepando con agilidad de simio, alcancé el techo de aquel muro, manteniendo el equilibrio y aguantando la respiración, comprobé una teoría que defendía un compañero de clase. Decía que la gente en raras ocasiones mira hacia arriba y así fue, aburrido, abandonó la caza. Permanecí unos minutos para asegurarme que no era una argucia para hacerme salir de mi escondrijo, desde allí, la perspectiva resultaba inmejorable. Pude verle trajinando de aquí para allá, lo suficientemente alejado para garantizar una retirada segura, me escabullí sin ser visto, al abrigo de plantas y árboles. Ya libre de miradas inquisidoras monte en el primer autobús que paso, sin importarme su destino, a través de las ventanas, las calles, se veían repletas de personas que sin reparar unas en otras se afanaban en llegar a algún lugar. Estaba seguro que aunque cayeras muerto a sus pies seguirían rodeándote en ese atolondrado caminar.

Turbado por los acontecimientos, me hice un hueco entre la multitud, quería perder mi identidad, enborregarme entre ellos para así no asumir responsabilidades y eludir culpas, que maravillosa era esa opción, pero estaba fuera de mis posibilidades.
Continuará...

No hay comentarios:

Publicar un comentario