jueves, 20 de julio de 2017

Las alas de un ángel rotas (18º parte)

Salió así, sin más, es como si yo no hablara, las palabras salían de mi boca pero no podía ser yo quien estaba diciendo aquello. Hasta a mí me sonaron frías y crueles, debí  parecer un ser maléfico, sin corazón, sin sentimientos, un monstruo de los muchos que persigue la policía. Quizás era una maldición y me había alcanzado, pero yo no era mi padre, yo era yo, sólo yo.

--He matado a dos hombres, dos escorias humanas, he librado al mundo de desgraciados que no merecían vivir.
Sentí como se revolvió dentro de aquel habitáculo, pequeño, claustofóbico. De repente se me antojó un ataúd con respiraderos para no morir nunca por falta de aire y así permanecer vivos por los siglos de los siglos, padeciendo la tortura interminable de nuestros pecados.
--¡Pero qué dices! ¡Está es la casa de Dios!. No se viene a gastar bromas de mal gusto.
Sus encolerizados gritos debieron de escucharse hasta en el mismísimo infierno. Los pocos feligreses que ocupaban los bancos, fijaron sus miradas en mí.
Todo giraba, giraba, las figuras de los santos alumbradas por la mortecina luz de las velas, cambiaron sus místicas expresiones por asombradas muecas de escéptico horror. Los hachones alargaban sus pequeñas fumarolas hacia el techo ennegreciendo los frescos pintados en  ellos. 

Un calor sofocante, malsano, subía hacia mis mejillas, encendiendo mis orejas, entrecortándome la respiración. Al no encontrar asidero, perdí el equilibrio, lo último que noté fue un terrible golpe en la cabeza.
Desperté en una extraña estancia, rodeado de objetos que no reconocía, mi cerebro se sentía atrofiado como poseído por la fuerza del sopor etílico, la mente taimada por el fuerte golpe recibido. Parecía una especie de sacristía, sala de estar o mausoleo. Que miedo me empezaba a dar toda esta situación. Un hermoso chichón me recordó el accidente sufrido en la iglesia. Por supuesto el buen sacerdote no estaba dispuesto a pasar por alto semejante confesión, me interrogaría hasta encontrar una respuesta satisfactoria, intentaría redimirme.

Unos cincuenta años, quizás más, coronaban su tonsurada cabeza, vestido a la antigua usanza, largas faldas de negro tejido, colgaban de sus rodillas dejando entrever apenas los varoniles pantalones de paño en gris marengo, me miraba con cierto desconcierto, supongo que intentaba abordar el tema de la mejor forma posible. Sus confusos ojos parecían comprender todos los pecados de este mundo, pero como podría entender, lo que yo había confesado, mi actitud acabaría mellando sus nervios o algo mucho peor.
Una mezcla de naftalina, repollo y algunos más que me fue imposible identificar me alborotaron de nuevo  mí maltratado estómago, torturando cruelmente la pituitaria.
Sin embargo, todo aquel aquelarre de desagradable hedor, no podía acallar la fuerza de ese discreto y seductor aroma que flotaba disimuladamente a su alrededor preservándola bajo un aura, donde reinaba el azahar, la madre selva, el jazmín.

Alguien pequeño, discreto, recorría la habitación intentando disimular su presencia, como un ratoncito huidizo y fugaz que temiera ser capturado en un momento de descuido.
Con expresión exhausta, intente incorporarme. Aquel era el lugar más duro e incomodo de todos en los que mi espalda había tenido el privilegio de reposar, un travesaño de madera se clavada entre mi cuarta y quinta vértebra, el dolor era punzante, así que me apresuré a solucionarlo. Fue entonces y solo por unas décimas de segundo cuando mis ojos por accidente chocaron con los de ella, ópalos incandescentes, enmarcados en un ovalo perfectamente formado, dos rescoldos candentes me  inflamaron el corazón, esa criatura me observaba con la mirada más honesta e intensa que había sentido en mi vida.
Una figura del Sagrado Corazón de Jesús presidía la pared de enfrente. Este tipo de imágenes representan el bien, la santidad todo lo bueno que puede haber en este mundo, sin embargo su presencia atemoriza e intimida. ¿A quién no le sobrecoge una iglesia en la oscuridad de la noche?. ¿Quién no se lo piensa dos veces antes de penetrar en ellas?. En medio de la oscuridad, entre los oscilantes claroscuros provocados por las velas, sus llamas se mecen, registrando el movimiento a su alrededor, sensibles a la mínima ráfaga, incluso al aliento contenido. Las figuras reposan dormidas, ausentes, sin embargo cuando advierten tú presencia, vuelven sus caras curiosas fijas en los detalles, cuchicheando entre ellos. ¿Quién sabe de qué? cuando correr para liberarte de esa sensación terrorífica, es tu meta. 

En la alocada huida, en principio, a paso ligero y casi a punto de alcanzar la libertad, convertida en frenética carrera, sin querer volver la vista, quizás por miedo a convertirte en estatua de sal o simplemente por no confirmar nuestro terrorífico pensamiento. Entonces es cuando arrollas al párroco, que alertado por el ruido, te corta el acceso de salida, estrellándote con esa masa vestida de negro y crees cumplida la peor de tus pesadillas. Bramando por safarte, pero él te ha atrapado en sus garras y no te soltara hasta escuchar la reprimenda. Lo haces paciente, no te quedan fuerzas, ni para protestar, ni para nada, sin color en el rostro y respirando entrecortadamente, pero contento de que sea él  quien te ha cazado y no la grotesca imagen que rondaba tú cabeza.
Su afilada mirada se clavó en mis carnes como una cortante hoja. Este bondadoso hombre, dispuesto a creer por encima de todo en la inocencia. 
Su rostro estaba conmocionado ante tan súbita incriminación. Por fortuna, me amparaba el secreto de confesión.
Continuará...

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