lunes, 25 de septiembre de 2017

Las alas de un ángel rotas (37º parte)

Aquella tarde de vuelta a casa, llevaba una desagradable sensación en la boca del estómago, no pasaría mucho tiempo hasta averiguar que tenía motivos para ello.
Su presencia desde el primer momento en que la vi, tuvo algo mágico, aunque hubieran pasado escasas horas de su marcha, verla de nuevo era una especie de bendición conjurada por las buenas hadas.
La encontré muy seria sentada en el salón, meditaba sobre algo que la abstraía tanto que no escuchó la puerta al abrirse, cauteloso me senté a su lado, abrazándola le di un beso en su incipiente vientre que apenas si se veía abultado.
--¿Ocurre algo?. Al escucharme se sobresalto, estaba tan inmersa que no notó mi presencia.

--Mañana voy a visitar a... el abogado me llamó hace una hora. Me ha dicho que esta furiosa por la estratagema y que no espere comprensión por su parte.
--¡Cómo que vas! –dije con serio enfado --. Ahora somos tú y yo, juntos, donde vayas iré yo. De todas formas que dice esa majadera.
--¡Pero qué estratagema y qué comprensión!.¡Tú deberías denunciarla por intentar robarte!. –Bramé con la cara enrojecida de ira--. ¡Bruja asquerosa!. Lucía no tienes que ir sino te encuentras con fuerzas— contestó con tal firmeza que quedé sorprendido--.
--No faltaría por nada del mundo. Voy a terminar con esta situación de una vez por todas.
Puso rumbo a la cocina y cuando entre en ella trajinaba frenética.
--¿Tienes hambre?—pregunto aquello como si no hubiera pasado nada--. Si lo quería tomar así, mejor, le seguí la corriente. Duli entró con su característico movimiento de rabo, golpeando los muebles a su paso como los palillos de un tambor, jadeando y con la lengua medio colgando y babeando, cabeceaba mi pierna buscando una muestra de cariño.
--¡Hola perrita loca!. ¿Cómo están los rasputines?. ¿Comen mucho?. ¡Claro que sí!. ¿Quiéres salir?.—Lucía nos miraba con cariño.
--Sácala un poco, pobrecita, mientras preparare algo de comer para los tres.
--¿No te importa?. ¿Cuánto tiempo podemos tardar sin que nos prohíbas la entrada?.
Besé su tripa y luego su boca. Volví la cara antes de abrir la puerta, seguida de la perra dando grandes muestras de alegría. Nos contemplaba con una expresión tan dulce que la pena acudió a mí, nublándome la visión. Corrí y la estreché con fuerza contra mi pecho.
--No me dejes nunca, amor mío.—Con rapidez desaparecí, deseaba volver y aun no había puesto un pie fuera de la casa.


Aquella noche, no fue de insomnio, pero sí de inquietud. Lucía daba vueltas coceándome, algunas palabras sin conexión aparente, salían de su boca, incluso en varias ocasiones pensé que no dormía. No sé que mal sueño la acunaba, por desgracia no podía ofrecerme a soñar por ella.


Por mi parte, cuando por fin Morfeo decidió visitarme, tampoco fue muy tranquilizador.
Un antiguo salón de baile, sus paredes lucían en completo “desabillé”, cubiertas en su mitad por ventanales formado por  cuadradillo de madera tan vieja que con el mínimo roce se volatilizaría, terminando en arcos de medio punto, encastrado en hierro forjado, rayos de luz se filtraban imitando a una aurora boreal, dando un aire mágico y surrealista como sólo los sueños son capaces de conseguir. El silencio reinaba como único soberano, miraba alrededor pensando que hacia allí, solo, en esa enorme estancia desnuda por completo. Lucía apareció  y tendiéndome la mano, solicitó el próximo baile, danzamos al son de una silenciosa música que sólo resonaba en nuestra cabeza, reía y lloraba huérfana de sonido, por un momento pensé que me había quedado sordo. En sus ojos se reflejo terror y se desvaneció en mis brazos y una voz siseante y chillona, pronuncio mi nombre. En el centro del salón una especie de trono tallado en metal tan brillante como el oro, una figura encapuchada envuelta en una túnica morada con la que tapaba una escandalosa joroba – me dijo --. ¿Quieres saber tu destino Pablo?. Y rió con esa risa que ríen los malos en las malas películas. Delante de él, unas piedras que parecían suspendidas en el aire, giraron a gran velocidad sobre sí mismas, desparramándose por el suelo. Se desprendió de su falsa envoltura, dejando al descubierto una calavera, riendo a mandíbula batiente. Cubrí mis ojos para no ver y mis oídos para no oír, pero aquella risa se había colado en el cerebro y lo martilleaba con violencia.
--¡Pablo!. ¡Pablo!. ¿Qué tienes?. –Por lo visto manoteaba el aire, gritando como un loco.
--Un pájaro quería atacarme –dije casi sin aliento--.
Salte de la cama, seguido de la mirada de Lucia, incrédula ante la explicación.
Quería hacer alarde de buen humor,  pasé todo el rato diciendo tonterías, la mayoría de ellas sin gracia ninguna, los labios y la lengua eran incapaces de estar quietos. Sin embargo Lucia permanecía en silencio, apenas si abrió la boca.
Hacia la una del medio día, emprendimos camino a la sierra de Madrid. La abuela vivía alejada del mundanal ruido, para su pesar cada vez más amenazada por la civilización que se acercaba peligrosamente a sus dominios. Cuando se construyó se encontraba a tres horas de carruaje del centro de Madrid, corrían los años 1885 - 1886, Lucía no estaba muy segura. Lo poco que habló en el trayecto fue para decirme que se alegraba de ir a estas horas, no quería que nos cogiera el atardecer – sus palabras fueron--.
--A plena luz del sol da miedo, por la noche pavor.
Continuará...

No hay comentarios:

Publicar un comentario