viernes, 17 de noviembre de 2017

Las alas de un ángel rotas (46º parte)

Cada día parecía estar más pesada y el calor no ayudaba hacerlo más llevadero. Dábamos largos paseos al atardecer --largo digo por el tiempo que tardábamos--, no por trayecto recorrido. La llevaba a tomar helados y comíamos todos los días fuera de casa o hacía que nos la trajeran, -- era una forma de ayudarla, -- ya que el peso y las molestias no podía compartirlas, al menos las llevaría mejor descargada de responsabilidades.

Quedaba otro doloroso problema que resolver. Los cachorros de Duli, cada vez eran más grandes traviesos y revoltosos. Aunque nuestro deseo era quedarnos con todos, las buenas intenciones en este caso no bastaban, hacia falta espacio y en casa no lo había.
Tras interminables horas de cavilaciones, llegamos a  la penosa conclusión. El bebé llegaría en breve y el ritmo de vida cambiaría.
Pusimos un anuncio en el periódico, recibimos muchas llamadas, pero una en especial nos atraía.
Un hombre nos propuso acoger a los tres cachorros, eso nos hizo decidirnos, ya que no podíamos quedárnoslos por lo menos no los separaríamos, serían más felices juntos. Vivía en una finca a las afueras de Madrid, disponía de terreno para que se criaran como deben hacerlo tan activos animales y cuando fueran adultos protegerían la propiedad.

Una mañana bastante calurosa, --alquilé una furgoneta--, cargamos a los diablillos, felices de salir de paseo se mordisqueaban unos a otros, refunfuñando sin parar. Lucía no quería dejarlos marchar, fue todo el camino con el ceño fruncido.
El sitio era apropiado y el hombre parecía decente, los soltamos por un prado cubierto de hierba, asomaban tímidamente algunas amapolas, lirios silvestres y amarillas margaritas que los cachorros olisquearon, descubriendo la naturaleza por primera vez, hasta ahora su mundo se limitaba al asfalto y en el nuevo elemento se veían felices, no podíamos dejar de sentirnos como criminales regalándolos.
Intercambiamos unas palabras con el nuevo dueño, declinando la invitación a beber algo fresco, si seguíamos mucho tiempo allí nos faltaría el valor para dejarlos.
En un descuido montamos en la furgoneta y arrancamos sin mirar atrás, percatándose del abandono, ladraron como locos, aceleré y se fue perdiendo el sonido de sus gargantas, envueltos en una nube de polvo, hasta quedar solo el recuerdo y las lágrimas de Lucia corriendo por sus mejillas, sus sollozos rompieron el silencio y yo la atraje hacia mi hombro con ternura.
Duli nos esperaba en la puerta, al vernos entrar sin sus hijos, ladró --creó que en nuestra actitud leyó lo sucedido-- gimió durante toda la noche hasta volvernos locos.
 Cuando todos los asuntos parecían resueltos, Lucía rompió aguas, asustados nos miramos, sin saber que hacer. Una contracción la dobló de dolor.
--¿No te ha dolido antes? –le pregunté corriendo sin ir a ninguna parte--.
--¡Sí!—dijo en un grito-- provocado por otra oleada de dolor--.
--¿Cómo que sí? ¿Cómo que sí? –dije gritando cogiendo y soltando cosas que no me servían para nada--. ¿Y ahora me lo dices?.
--¡Estate quieto por Dios y pide un taxi!. ¡Corre!. ¡O te juro que tienes que ayudarme tú a parir!.
 Salí como un loco tirándome delante del primer taxi que vi. Lucía había bajado ayudada por una vecina que escuchó el revuelo y le transportaba amablemente la bolsa con las cosas del bebé.

La matrona una mujer corpulenta y hombruna, exceptuando el peinado nada la identificaba como perteneciente a su sexo, de ademanes hoscos pero sonrisa jovial, me reconfortaba ver la ayuda que le prestaba. Su gesto se convulsionaba cada vez más en menos espacio de tiempo, agitaba la respiración hasta jadear como un perro, soportando las contracciones, se enrojecía, sus ojos cargados de lágrimas, me pedían que interrumpiera el dolor, apenas si despegaba los labios y entre jadeos y gritos de --¡Empuja!. ¡Ahora! ¡Con más fuerza!. ¡Un último empujón! . ¡Ahora!. Escuché por primera vez el canto salido de los pequeños pulmones de mí hija y entre risas y lágrimas apretaba la mano de la feliz madre.
Continuará...

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