lunes, 20 de noviembre de 2017

Las alas de un ángel rotas (47º parte)

Nunca olvidaré el candor de sus ojos cuando depositaron sobre su pecho al fruto de su vientre.
El olor dulzón de la sangre invadía el quirófano y los viejos recuerdos volvieron para atormentarme en aquel momento tan feliz, cuando creí que nada podría enturbiarlo.
Bajé de la cima a la sima, las ráfagas de olor a sangre iban y venían en grandes vaharadas, cerrando los ojos vi a mamá, tirada en el salón de casa. ¡Ese olor!. Un vahído me hizo balancearme y el vomito acudió a la garganta.

Las enfermeras rieron divertidas pensando que como muchos padres no había resistido el parto. Como casi siempre las apariencias engañan.
Sucia y sanguinolenta la apreté suavemente, depositándola sobre el pecho de Lucía, reímos con la visión nublada por las lágrimas.
Era perfecta, piel rosada, cabello apenas visible y voz de soprano. La madre exhausta parecía desear descanso. Nuestras retinas chocaron y sonreímos. Una misericorde ternura nos envolvió.
Cuando la trajeron a la habitación, ya aseada, su piel cremosamente rosada, sus cabellos, encrespada pelusilla y los ojos grises como buen lactante. En silencio nos miraba con ojitos extraviados. La arrobé sobre sus pechos y sabiendo donde buscar, tomo ansiosa su alimento. La observamos embelesados, su pequeña frente se perlaba por el esfuerzo volviéndose roja como tomate maduro, abría y cerraba sus diminutas manitas, apretando los dedos, volviendo sus puños blanquecinos.
Saciada, ponía boca de pescadito  y dormía con placidez, segura entre los brazos de su feliz progenitora.
Ya nos reconocía como padres y bajo nuestros cuidados yacía tranquila, notando cualquier contacto extraño, abría sus ojitos sin distinguir más que el bulto y lloraba lastimeramente. Entonces acudía en su auxilio, con mi voz la acunaba, volviendo a dormir en paz.
No tenia abuelos, abuelas, tíos... pero no los echaría en falta, seriamos para ella todo lo que necesitara, amándola y protegiéndola hasta la extenuación.
Durante los días de recuperación en la clínica, me ausentaba de la habitación apenas un par de horas, lo justo para asearme, cambiarme de ropa o comprar alguna cosa que les hicieran falta a mis niñas. Pasaba el tiempo contemplando como dormían, negándome a practicar tan relajante necesidad por miedo a que al despertar solo hubiera sido un fantástico y maravilloso sueño, los escasos minutos en los que me rendía, despertaba nervioso deseando comprobar la veracidad de los hechos.
Vivía en el paraíso entre biberones, pañales y todo tipo de utensilios empleados en estos menesteres. Las pobres enfermeras hartas de regañarme, acabaron por aceptar el hecho de que siempre las seguiría a hurtadillas para comprobar que no me la cambiaban en un descuido mientras la bañaban, reían cómplices y permitían que las contemplara, siempre que no entorpeciera su trabajo. Me relajaba cuando dormía en su cuna bajo mi atenta mirada.
Lucía se la veía feliz, con la maternidad y conmigo.
Eloisa nos visitó al otro día de nacer Eva, quedando prendada de la que desde entonces llamaría su sobrina y pidiéndose el honor de ser su madrina. Lo creímos muy adecuado, primero por el gran afecto que nos demostraba y segundo porque en nuestra inexistente vida social tampoco teníamos candidatos o compromisos.
Horas antes de darnos el alta, -- andaba ultimando los detalles con los médicos y el centro—mientras Lucía preparaba a la niña y a ella misma.
Continuará...

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