Nunca olvidaré el candor de sus ojos cuando depositaron sobre su pecho al fruto de su vientre.
El olor dulzón de la sangre invadía el quirófano y los viejos recuerdos volvieron para atormentarme en aquel momento tan feliz, cuando creí que nada podría enturbiarlo.
Bajé de la cima a la sima, las ráfagas de olor a sangre iban y venían en grandes vaharadas, cerrando los ojos vi a mamá, tirada en el salón de casa. ¡Ese olor!. Un vahído me hizo balancearme y el vomito acudió a la garganta.
El olor dulzón de la sangre invadía el quirófano y los viejos recuerdos volvieron para atormentarme en aquel momento tan feliz, cuando creí que nada podría enturbiarlo.
Bajé de la cima a la sima, las ráfagas de olor a sangre iban y venían en grandes vaharadas, cerrando los ojos vi a mamá, tirada en el salón de casa. ¡Ese olor!. Un vahído me hizo balancearme y el vomito acudió a la garganta.
Las enfermeras rieron divertidas pensando que como muchos padres no había resistido el parto. Como casi siempre las apariencias engañan.
Sucia y sanguinolenta la apreté suavemente, depositándola sobre el pecho de Lucía, reímos con la visión nublada por las lágrimas.
Era perfecta, piel rosada, cabello apenas visible y voz de soprano. La madre exhausta parecía desear descanso. Nuestras retinas chocaron y sonreímos. Una misericorde ternura nos envolvió.
Cuando la trajeron a la habitación, ya aseada, su piel cremosamente rosada, sus cabellos, encrespada pelusilla y los ojos grises como buen lactante. En silencio nos miraba con ojitos extraviados. La arrobé sobre sus pechos y sabiendo donde buscar, tomo ansiosa su alimento. La observamos embelesados, su pequeña frente se perlaba por el esfuerzo volviéndose roja como tomate maduro, abría y cerraba sus diminutas manitas, apretando los dedos, volviendo sus puños blanquecinos.
Saciada, ponía boca de pescadito y dormía con placidez, segura entre los brazos de su feliz progenitora.
Ya nos reconocía como padres y bajo nuestros cuidados yacía tranquila, notando cualquier contacto extraño, abría sus ojitos sin distinguir más que el bulto y lloraba lastimeramente. Entonces acudía en su auxilio, con mi voz la acunaba, volviendo a dormir en paz.
No tenia abuelos, abuelas, tíos... pero no los echaría en falta, seriamos para ella todo lo que necesitara, amándola y protegiéndola hasta la extenuación.
Durante los días de recuperación en la clínica, me ausentaba de la habitación apenas un par de horas, lo justo para asearme, cambiarme de ropa o comprar alguna cosa que les hicieran falta a mis niñas. Pasaba el tiempo contemplando como dormían, negándome a practicar tan relajante necesidad por miedo a que al despertar solo hubiera sido un fantástico y maravilloso sueño, los escasos minutos en los que me rendía, despertaba nervioso deseando comprobar la veracidad de los hechos.
Vivía en el paraíso entre biberones, pañales y todo tipo de utensilios empleados en estos menesteres. Las pobres enfermeras hartas de regañarme, acabaron por aceptar el hecho de que siempre las seguiría a hurtadillas para comprobar que no me la cambiaban en un descuido mientras la bañaban, reían cómplices y permitían que las contemplara, siempre que no entorpeciera su trabajo. Me relajaba cuando dormía en su cuna bajo mi atenta mirada.
Lucía se la veía feliz, con la maternidad y conmigo.
Eloisa nos visitó al otro día de nacer Eva, quedando prendada de la que desde entonces llamaría su sobrina y pidiéndose el honor de ser su madrina. Lo creímos muy adecuado, primero por el gran afecto que nos demostraba y segundo porque en nuestra inexistente vida social tampoco teníamos candidatos o compromisos.
Horas antes de darnos el alta, -- andaba ultimando los detalles con los médicos y el centro—mientras Lucía preparaba a la niña y a ella misma.
Continuará...
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