martes, 31 de julio de 2012

MAKE-UP


 La  habitación  podía resultar angosta, quizás tétrica para algunos de nosotros; sin embargo para Rosalía era  su  lugar de trabajo, se sentía a gusto envuelta en ese olor a muerte que  la  acompañaba  en  todo momento, posiblemente la persistencía de aquel hedor irrespirable en  la primigenia de sus comienzos se le hacía  antipática, ahora familiarmente amiga, le ayudaba a no sentir la soledad de su oficio.
No perturbaban su ánimo aquellos cuerpos inertes, fríos e indiferentes a cualquier presencia, conversaba con ellos, improvisando escuetos monólogos que ponía como experta ventrílocua en sus quietas lenguas, parapetadas tras sus estáticos barrotes de marfil, inventaba vivencias e historias sugeridas por sus rasgos y fisonomías.
Aquella tarde le estaba resultando particularmente tediosa, cualquier cosa la distraía transportándola a otro lugar. De todas formas su clientela no se quejaría si no le satisfacía su labor, ya habían emprendido el último gran viaje, que más daba si las ojeras se le notaban un poco más o menos, aún así, le gustaba quedar satisfecha con la labor realizada, pensaba que se lo debía a sus familias  – en alguna ocasión a pesar de los grandes esfuerzos y empleando toda su pericia, no lograba hacerlas desaparecer, este era el caso que la ocupaba, desconcentrándola especialmente --. El tipo era realmente feo, mal encarado, --sería la apreciación exacta --, obviamente  al alcance de su mano no estaban los milagros.
La desasosegaba ese ligero aire de mofa que se leía en su rostro, macilento y mórbido. El sujeto era tan antiestético que estaba seguro que la muerte le había hecho un favor. ¿De que se reiría? Una oleada de gelidez la envolvió haciéndola estremecerse en una leve convulsión que recorrió todas y cada una de sus vértebras, el vaho se escapó por sus labios como un liviano manto de sedoso tul, desvaneciéndose al instante.
Pese a los comentarios de familiares y amigos y el disimulado rechazo de extraños, no estaba arrepentida de haber aceptado este trabajo. Lo pagaban bien, nadie la molestaba, ni se recibían quejas de la clientela, que resultaba ser bastante calladita.
Pasó el pincel por última vez sobre las persistentes marcas que se adherían cual bicho remolón y pegajoso.
-- ¡Amigo!. ¡Lo siento!, es todo lo que puedo hacer por ti, no te enfades conmigo, contra la naturaleza no hay quien pueda y tú naciste realmente raro de mirar.
Tuvo que sucumbir ante la persistente sensación de incomodidad. Sentía la necesidad de perder de vista aquel rostro, por primera vez necesitaba cubrir un cuerpo con la sabana y dejar de contemplar aquella carne muerta, pero sus pupilas estaba segura la observaban sin perderse ni el más nímio de los detalles bajo los cerrados párpados, temía dejar de mirarlo por sí en ese descuido, los abría para espiarla y esa leve sonrisa pintada en sus labios se volvía más explicita , no le apetecía estar en contacto con su piel por más tiempo, aun existiéndo la limitación de los guantes de látex entre ambos.
Las identidades le eran ajenas, y así debía de ser, en raras ocasiones se interesó por sus nombres, esta  era una de estas excepciones, de todas formas, tendría que seguir con la intriga, sus jefes se habían marchado temprano, esa noche no había trabajo y si surgía alguna emergencia los localizarían en los teléfonos móviles.
Alrededor de las diez de la noche abandonó la funeraria, cerrando tras de sí la estrecha puerta que daba al callejón trasero. Nunca salía por allí, ya que el lugar resultaba demasiado solitario, pero no le quedó otra solución, las únicas llaves que obraban en su poder eran las de esa cerradura. Y desde luego no iba a compartir la noche con aquel silencioso y desconcertante desconocido que tanto la incomodaba con su callada y quieta presencia, solo pensaba en llegar a casa, tomar un baño, comer alguna cosa y si tenía suerte departir con su compañera de piso sobre alguna fruslería televisiva.
La triste farola situada delante de la puerta de salida, derramaba su agonizante luz sobre los grisáceos y húmedos adoquines que empedraban la calle dificultando la carrera, el ambarino alumbrado permitía distinguir los objetos con claridad apenas unos metros, a partir de esa distancia, todo era pura conjetura.
De espaldas a la calle mantenía una pequeña disputa con la vieja y oxidada cerradura, empeñada en salir adherida a la llave para quedar por fin libre del marco que la mantenía cautiva.
Un estrepitoso ruido a su espalda, en la zona de conjetura, le hizo subir la guardia, aguzó el oído cual leona acosada, por fin la maldita llave se soltó, provocando que la fuerza empleada y los nervios crecientes, la desplazaran fuera del pequeño tramo mal acerado, rebuscó con temblorosos dedos en el bolso una pequeña linterna que guardaba para estas ocasiones y el spray antivioladores que le regalo su compañera de piso, apuntó cautelosa la linterna en la dirección del estrépito con la esperanza de que fuera una falsa alarma, el corazón latía en su pecho desbocado como un caballo en plena carrera, las manos temblorosas hacían oscilar el haz de luz , como el láser de una discoteca al ritmo de la música, resultaba difícil fijarlo en un punto preciso.
Un gran cubo de basura se hallaba volcado sobre los adoquines y entre sus irregulares uniones se escondían una extensa gama de basuras vecinales, las cuales nos contaban las preferencias, vicios y aficiones de anónimos personajes, desperdicios de todo tipo adornaban la calle como una mugrienta alfombra de deshechos, un felino de ciudad, grande, de rubio pelaje se batió en retirada a toda velocidad con algo fuertemente apretado entre sus mandíbulas, temeroso ante la  cercanía de un humano. Quedaba claro que la fiera currupia que la había asustado, no era tal fiera, sino un ser mucho más asustado que ella, con la única intención de dormir con el estomago lleno.
--¡Dichoso minino, que susto me ha dado! --soltó el aire comprimido en los pulmones--, más  tranquila pero ansiosa por abandonar aquella notoria oscuridad e inquietante situación, le hizo apretar el paso, sin perder el ritmo, cabizbaja intentaba alcanzar la salida del callejón, cuando la estilizada silueta absolutamente indefinible de una persona, se recortó entre la escasa claridad,  un hombre alto, delgado, tocado con un sombrero,  se hallaba apostado entre las sombras, justo donde ella debía doblar la esquina. Ahogando un  grito de angustia que le anudó la garganta y le dificultó la respiración, aceleró el paso todo lo que pudo, rezando para que solo fuera un transeúnte perdido, deambulando errante en busca de su camino, parado casualmente para encender un cigarrillo, dándose unos segundos para retomar su verdadero rumbo.
¿Qué podía hacer en aquel lúgubre callejón que no conducía a ninguna parte?. La energía que debía gastar elucubrando posibilidades, prefirió usarla acelerando el paso, apretando fuertemente en su bolsillo la única arma defensiva que poseía, el spray, sus tacones resonaron raúdos en el angosto callejón, como el trotar alocado de un potranca a la carrera. No volvió la cara en ningún momento, solo llegaba a sus oídos el fuerte repicar de sus tacones contra los adoquines del suelo, provocando un extraño eco, mezclado con el latido de su corazón que amenazaba con salir por la boca en cualquier momento.
Vio acercarse su autobús, no estaba dispuesta a perderlo, se tiraría delante, si la ocasión lo requería, batiendo el record Guiness de velocidad en callejones oscuros y solitaríos, llegó a tiempo para tomarlo. Ya en la seguridad del vehículo, intentó calmarse y liberar su cabeza de malos presagíos, había sido una tonta por asustarse tanto, pero se escuchan tantas historías que es muy difícil pensar con frialdad ante situaciones de este tipo.
La noche era desapacible y los parroquianos se hallabán atrincherados en la calidez de sus hogares, el autobús viajaba sin pasajeros y el conductor junto a Rosalía disfrutaban de una total intimidad.
--¿Señorita, se encuentra bien?.  ¡La notó alterada!.
--No es nada, una tontada, el callejón por el que tengo que salir esta muy oscuro y he dejado que la imaginación pueda al sentido común.
--No la culpo, se escucha cada historía que toda precaución parece poca.
--Estaba dispuesta a tirarme ante el autobús para que parara – dijo- esbozando una sonrisa, aún salpicada de cierta angustía.
El conductor, bromeó un poco ante la posibilidad de semejante barbaridad, explicándole que aúnque no hubiera nadie en las paradas, debía respetarlas, seguir el ritual de detenerse obligatoriamente y abrir las puertas, si se recibían quejas, podía peder su trabajo y estaba en periodo de prueba.
Asintió sin prestarle mucha atención, se acababa de llevar un susto de muerte y solo deseaba recobrar la compostura, cerró los ojos, laxos por el estrés, resbaló la espalda arrastrándola sobre el plástico del asiento y le pidió al desconocido conductor que la avisara al llegar a su parada, a lo cual se prestó solicito ante la ausencia de faena.
--¡Señorita, señorita, hemos llegado!
--¡Muchas gracias! ¡Que pase una buena noche! –dijo, de forma mecánica, su pensamiento aún lo llenaba aquella figura recortada entre las sombras.
El conductor le habló, pero no fue capaz de descifrar los sonidos, solo pudo centrar su atención en el bulto que viajaba en los últimos asientos, sepultado en la negrura. ¿Cuándo subió aquel pasajero? ¿En que momento lo hizo?, --quizás se quedó transpuesta unos instantes--. No podía aseverar su convicción,  pero algo dentro de su ser le decía que aquella figura sin rostro, que de nuevo se amparaba en la oscuridad, la perseguía a ella. Antes de abrirse totalmente las puertas y sin dejar que el siseo que emiten dejara de escucharse, se lanzó al asfalto. Corrió despavorida hasta su portal, sin volver la cabeza ni un solo instante para no comprobar lo que estaba segura que pasaba a sus espaldas, la puerta se encontraba abierta, algún vecino despistado o desconsiderado, le hizo un gran favor. De un sonoro portazo atrancó la entrada, subiendo precipitadamente los escalones de dos en dos, metió la llave y girándola empujó con fuerza, provocando un gran estrépito.
--¡Rosalía! ¿Qué te ocurre? Parece que te persiguiera el mismísimo diablo.
--¡No sé quien me persigue, pero alguien lo hace!
--¡Bueno, ya estas en casa! – afirmó su compañera --. Sea quien sea, se ha que dado con dos palmos de narices. ¡Está una lista con tantísimo tarado suelto!
Rosalía, retirando la cortina, escudriño cuidadosamente la calle.
--¡Allí está!—grito histérica, señalando con un dedo tembloroso.
(Continuará)

martes, 24 de julio de 2012

Tanatorio

No empezaba bien el día, abrí los ojos y una arcada me invadió la garganta, al intentar incorporarme la habitación comenzó a dar vueltas, la cosa no prometía, esa mañana parecía que cambiaría la taza de café por la del váter, al recordar el  plato de pescado ingerido la noche anterior una nueva arcada volvió sin pedir permiso, el cuerpo me pedía descanso pero eso a mí jefe le traía sin cuidado, me arrastré con todo el ánimo que pude reunir hasta la cocina, rebusqué en el armario hasta que visualice con satisfacción el paquete de manzanilla, con suerte me asentaría el estómago, en ese momento lo sentía vuelto del revés, me costaba centrar la vista en un punto concreto y el leve tufillo a comida que llegaba de las viviendas colindantes estaba logrando descomponerme más de lo que ya estaba.
El aire fresco me sentaba bien, la cabeza se despejaba por momentos, ocupé como un niño obediente el puesto que me correspondía en la cola por orden de llegada, el autobús bufó al abrir las puertas y todos ascendimos como autómatas bien programados, el traqueteo que lo pone en marchar me despierta una nueva arcada que apenas puedo contener, pero que por fin y por fortuna logro controlar, cierro los ojos y me dejó llevar entre el abundante tráfico.

Totalmente a ciegas busco el interruptor sin encontrarlo, estaba claro que el día no iba todo lo bien que debería, con desgana levanto los folios que me informan de los clientes del día, tomo asiento para no desperdiciar ni un momento de relajo, sus nombres aparecen como las notas de un réquiem, el chasquido que produce el guante de látex al ajustarse a la mano, hace galopar mi corazón, me froto los párpados y por fin reúno fuerzas para retirar la sabana, esos ojos abiertos me ponen los pelos de punta.

--¡Jóder, mira que lo digo veces! ¡Cerradle los ojos que me descompone que me miren así!, -- lo digo a voz en grito, como si alguien pudiera recoger mis quejas --.Con cierta sensación de asco le arrastro los párpados, es la primera vez que la angustia se adueña de mí con tanta fuerza, el aire lo siento cargado y la respiración pesada, preparo con desgana las herramientas de trabajo.

--¡Jóder, si ya te he cerrado los ojos, como están abiertos de nuevo!. ¡No quieres morir!. Lo siento en eso no mando yo, solo os maquillo y os preparo el atuendo para que estéis presentables en vuestro último viaje.

Aquellos ojos algo saltones, los prominentes pómulos y cierta expresión socarrona en el rictus de su boca me estaban llenando de espanto.

Tengo que abandonar la estancia con cierta precipitación, tanto sobresalto me ha revuelto un poco y no respondo de lo que pueda pasar, sentado en el pequeño habitáculo, solo escucho el eterno goteo del grifo que lleva dos años estropeado, me pregunto porqué no habré puesto la radio, el silencio que me envuelve me esta aplastando el animo, con la cara mojada me miro en el espejo.

--¡Déjalo ya, Diego, que estás muy pesado esta mañana!.

Deseo quedarme sentado en el baño, sin moverme, sin hacerme notar, como una presencial fantasmal que no existe en este plano. Agarro con firmeza el picaporte, lo giro y con paso resuelto me encamino a mi destino. Los ojos siguen abiertos, no puedo recordar si se los volví a cerrar, los pensamientos giran como un torbellino, respiro con cierta dificultad.

--¡Déjame guapo!. Su párpado se cierra en algo que parece un guiño, aunque no me ha parecido que mueva los labios.

Me duele el pecho y noto en la garganta el último pom, pom de mi corazón. Es que no era un buen día.
      
FIN

jueves, 19 de julio de 2012

Perversión

Perversión o la calidez de un abrazo.
Natalia empujó la puerta de cristales que la separaba de aquella maravillosa tarde de verano, la biblioteca que siempre le pareció un lugar acogedor y seguro, se le antojaba un recinto polvoriento y triste, demasiado silencioso para un corazón que latía con tanta fuerza que temía perderlo en cualquier rincón.
La música atropelló el silencio, un coche no muy lejano voceaba las notas como un feriante su producto, lejos de molestarle casaba perfectamente con su estado de animo.
La crisálida había salido del capullo y se sentía una bella mariposa de colores exuberantes, el artífice de aquella milagrosa transformación el discreto y romántico Eduardo.
Aún después de muchas horas, Natalia, seguía sintiendo la calidez de su mano entre los dedos, la respiración sobre su pelo y ese cosquilleo en las orejas que la estaba haciendo perder la cordura , la situación por inesperada, se le escapaba de su realidad, formó una sonrisa al acudir los recuerdos de la noche anterior.
La luz del día se disolvía y a paso ligero salvaba la distancia que la separaba de Eduardo, las piernas le flojeaban de la emoción y se sintió ridícula por un momento, pero no lograba ser dueña de sus pensamientos de una forma coherente.
Deseaba tocar sus manos, acariciar su boca y matar a esa Natalia remilgada, llena de perjuicios, de complejos que la habían obligado a permanecer aislada de estas maravillosas sensaciones que la estaban arrollando con la fuerza de un tren de mercancías.
Su corazón saltó como pelota en su pecho cuando le alcanzó la luz del cartel anunciador de la cafetería, escudriñó las cristaleras que daban a la calle y no lo distinguió entre los clientes que disfrutaban de sus consumiciones charlando animadamente unos con otros, una punzada de pavorosa duda se le clavo como un certero cuchillo que le provocó una risotada nerviosa que no pudo contener y dirigiéndose a ella misma en voz alta y con tono condescendiente se tranquilizó a sí misma.
--- ¡No seas insegura e infantil Natalia, aún faltan dos minutos para la hora convenida!.
Una excusa tan bien argumentada no pudo por menos que devolverle la confianza, la firmeza para salvar la distancia que la separaba de la pesada puerta que le permitiría acceder a aquel local elegido para su tercera cita.
Los parroquianos que ocupaban las mesas aquí y allá, diseminados de forma aleatoria, no repararon en la presencia de Natalia que buscaba con la avidez de un sabueso la presencia de su amado escondido en algún rincón poco visible, el tiempo se le paró por unos instantes y notó como el aire dejaba de acudir a sus pulmones.
Tras media hora de espera, dio por concluida la cita, Eduardo no acudiría, se sintió humillada y aferrada fuertemente a su bolso, abandonó el lugar, ahora notaba sus piernas pesadas, apenas si era capaz de alcanzar la distancia que la separaba de la parada del autobús.
Las puertas silbaron al cerrarse, sobresaltando a Natalia rescatándola de sus oscuros pensamientos.
Unos ojos se clavaban en ella con tozudez, no lograba distinguir con claridad al descarado pasajero, el vehículo salvaba a toda velocidad las calles saltándose las paradas no solicitadas, los pasajeros abandonaban el transporte poco a poco perdiéndose en la oscuridad de la noche, pero aquella insolente mirada permanecía quieta, clavándose como alfileres en su espalda. Busca con la mirada extraviada un paladín.
--¡Dios mío, mi parada! – grita en voz alta --.
Aferrada fuertemente de nuevo a su bolso, salta del autobús nada más abrir las puertas y sin esperar a que pare totalmente, pierde el equilibrio, una mano a modo de zarpa la salva de una caída segura. La respiración en su oreja la devuelve a paraísos cercanos y unos labios calientes y febriles golpean los suyos con lujuria.
Aturdida por el encuentro de su boca se escapa un nombre.
--¡Eduardo! – una pregunta acude rauda escapándose de forma atropellada.¿Qué te ha ocurrido, te estuve esperando?.
Una extraña mirada y el silencio por toda respuesta. La abraza con fuerza , mordiendo sus labios y antes de que ella pueda reaccionar ante la inusitada violencia amatoria, una afilada cuchilla se introduce en su corazón, apenas unos segundos para comprender lo que estaba pasando, su cuerpo sin vida yace inerte entre los brazos de Eduardo.
--¡Lo siento mi amor, es mi naturaleza! – dice en voz alta intentando justificar su acción, alejándose sin prisa con los ojos ahogados en lagrimas.
Natalia apenas con un hilo de vida contempla las estrellas sin entender lo que está pasando y en un último y supremo esfuerzo apenas inaudible, llama a su paladín.
--¡Eduardo!.
FIN.