lunes, 27 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (9º parte)

Corrí descalza y enloquecida intentando encontrar a ciegas algo para cubrir aquella repulsiva escena, necesitaba pensar, calibrar los riesgos y planificar una estrategia, los ojos se escapaban hacia aquel trapo. ¿Y si se movía...?.
Recogí hasta el último trocito de la bailarina que había acabado sus lastimeros días en aquella refriega improvisada, salvé los escalones de dos en dos recuperando las pruebas de la trampa asesina. La compasión no acompañó el momento, sólo el temor a que el cuerpo no se encontrara en el lugar donde lo había dejado, al comprobarlo, la saliva chasqueó en la garganta produciendo un sonido que rompió el silencio.


Cuando por fin pude introducirlo en el maletero, la respiración se agitaba igualándose a la de un can perseguido por el mismísimo diablo, el cuerpo me brillaba como mojado por una  prolongada ducha, la piel ardía febril, fruto del tremendo esfuerzo, golpeé con fuerza la chapa del coche para asegurarme de su fiabilidad, giré la llave en la cerradura en un acto de aseveración, precipitándome  al interior del vehículo. La caja de cambio gruño y regruño respondiendo a la torpeza, la mano salió despedida como si hubiera recibido un inesperado calambrazo y amparada en la oscuridad recorrí la distancia que me separaba del antiguo pozo, antes fuente de vida, ahora seco y abandonado en la finca de Isabel que tantas veces había visto sin prestarle atención en mí azarosa búsqueda de la piedra perfecta --. Un saco de sal olvidado en el interior del maletero aseguró el éxito de la empresa, al impactar el cuerpo en el fondo del profundo agujero, produjo un chasquido que despertó la angustia alojada en el estómago, seguido casi inseparable de otro, como si un gran bloque de gelatina hubiera reventado en el interior, perforé el plástico dejando una boca abierta al saco, por la que vomitó la sal sobre la masa innoble que yacía inerte. Absorbí con fuerza por el extremo de la manguera hasta que la gasolina rebasó el límite e inundó la boca, escupí repetidamente intentando librarme de ese sabor. ¡Imposible conseguirlo!, vertí el liquido inflamable escuchando el goteo alcanzar el fondo, me despojé de la blusa, impregnándola, le prendí fuego para asegurar el éxito, las llamas escalaron apenas un par de metros, pero el hedor a carne churruscándose se hacia insoportable, esperaba que no atrajera ningún visitante no deseado, cuando se extinguió, arañé la tierra hasta cubrir el fondo de aquel improvisado sarcófago. 

Despuntaba el día cuando di por finalizada la tarea, necesitaba darme prisa, no podía pasearme tan ligera de ropa, al fin y al cabo aquello no era más que un pequeño pueblo de lenguas afiladas y mentes estrechas.
Exhausta, sólo pude llegar al sofá y liberar la tensión acumulada, los ojos se llenaron de lágrimas, pero el corazón permaneció impasible, no sentía compasión por aquel extraño y aterrador invasor de mi vida. La flaqueza no tenía cabida, sólo era el comienzo de aquel destartalado y extraño suceso, quedaba gente peligrosa a la que exterminar como una plaga de termitas.
Continuará...

jueves, 23 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (8º parte)

Los tacones golpeaban el asfalto rítmicamente en la vuelta a casa, dejaba que la luz de la luna entrara a raudales por la piel sudorosa, fruto del esfuerzo y el aire sofocante del verano, sólo llevaba una cosa en la cabeza, no permitiría que aquellos demonios succionaran la savia vital, no les daría vida a treves de la mía y para ello usaría cualquier método legítimo o ilegítimo .
Escogí los lugares más angostos y solitarios, nadie debía verme.   

Ya en la parte posterior de la casa, frente a la fachada, camuflada entre las sombras, calibré las posibilidades de acceder a la casa del vecino, casi a ras de suelo una pequeña ventana cubierta por una tela metálica corroída por la humedad, me daba acceso, aunque era bastante pequeña, lo conseguiría, con la ayuda de la diminuta llama que me proporcionaba la danzarina luz de un mechero,  escruté el interior, parecía un pequeño cuarto de aseo en desuso, empujé con la mano y sin demasiado esfuerzo cedió, el agujero de la ventana era pequeño pero no lo suficiente para  no introducirme por el, ya dentro dejé que los ojos se adaptaran a una oscuridad casi absoluta, recorrí las habitaciones con lenta minuciosidad, estudiando cada rincón, sonido o fluctuación ajena a mí, en el piso superior descubrí el cuarto del sueño. 

La luz amarillenta desparramada por las viejas baldosas, la ajada colcha, el horrible papel pintado, ante aquella indudable realidad el aire se quedó atrapado en el esófago, -- sin poder recordar como sacarlo de ese lugar, que en aquel momento me parecía tan remoto --, el mareo se paseo por la cabeza y casi en el mismo momento de caer al suelo una salvadora bocanada de oxigeno entró atropelladamente inundando los pulmones. –Dios mío—pensé—agitando convulsivamente el tórax – casi me ahogo, recuperando poco a poco la calma, las pupilas se pararon sobre una espacie de hilo blanco que descansaba en una destartalada mesa, sin saber para que podía servirme, lo apreté entre los dedos como si se tratara de un gran tesoro, la escalera de bajada conformó la idea.
El viejo descansaba despreocupado sobre un manchado colchón sin sabanas en el cuarto contiguo, la atmósfera era densa en aquella casa, espesa, maloliente, a cada paso necesitaba contener el ansia.


Todo fue rápido, la idea y la ejecución, casi sin pensarlo, el azar parecía el mejor aliado, até el hilo a una cuarta de altura, de parte a parte en el cuarto peldaño de la escalera de bajada, de un salto salvé la distancia de dieciocho escalones que me separan del suelo, agazapándome a cuatro patas, -- la figura de una bailarina con un pie menos, me distrajo por unos instantes --, caigo sobre la baldosa del piso inferior golpeando con fuerza de forma intencionada, produciendo un estrepitoso sonido en el silencio nocturno, ese ruido hizo salir de su cubil al villano o lo que fuera. Emulando a una cobra quedé enrollada sobre el último peldaño, la cabeza erguida esperando el ataque del intruso, las fosas nasales se abrían y cerraban aleteando con violencia, me costaba respirar, pero eso ahora no importaba, la valentía impuesta por necesidad controlaba la situación y en aquel momento el viejo se me antojó gigantesco, en pie sobre el inmenso zigurat, sonreía solo con la comisura de la parte derecha,  el iris de sus ojos se agrandaba intentando recabar toda la información posible para no fallar, por unos segundos el miedo me hizo concederle poderes especiales, creí que alzaría el vuelo llegando a alcanzarme, -- no podría decir si lo próximo que relataré fue realidad o solo producto de mi asustado cerebro --, sus brazos se curvaron lentamente volviéndose patas dentadas a modo de mantis religiosa, no percibí movimiento alguno, sin embargo toda aquella locura fue acompañada por un espantoso estrépito, con un instinto innato de supervivencia protagonice un salto imposible, caí cual hábil felino sobre las cuatro extremidades, --lo siguiente que recuerdo es el viejo maloliente con el cuello roto, los ojos muy abiertos ya sin vida llenos de incredulidad, en los labios se leía un grito ahogado por la inesperada llegada de la señora de la guadaña.
Continuará...

lunes, 20 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (7º parte)

Ya en la habitación de aquel destartalado hotel, recobré algo de la calma perdida, llené la bañera y al sentirme inmersa en esa agua acogedoramente templada, el sosiego me acunó entre sus brazos. Exhausta, el sueño me envolvió como  niebla repentina rindiéndome a él, sin poder hacer nada para evitarlo.

Soñé cosas confusas y a la vez terribles, amenazadoras manos que se aferraban a las extremidades impidiéndome el menor movimiento, monótonos cánticos y esos ojos macabros clavados en la carne como dolorosos alfileres. Desperté horas más tarde, el agua se había enfriado, los labios comenzaban a amoratarse, tardaría tiempo en no parecer la vieja bruja del cuento, arrugada y fea, cerré el albornoz con precipitación,  blanca cual mortaja, arrugada como una anciana, había vuelto a dejar salir la lúgubre cruz marcada, la piel ajada momentáneamente agravaba el aspecto de la misma, me asemejaba a una res marcada para ser sacrificada en el matadero, la idea solo persistió unos segundos, pero fueron suficientes para generar un estado de angustia  jamás sentido.
Se me escapó un grito, entre el suspiro y el sollozo, la penumbra se espesó volviéndose noche, apoderándose de mí un éxtasis de terror repentino.
Expresé en voz alta los pensamientos para hacerlos más reales.
--¡Seguro que no me han seguido! – dije -- enfatizando las palabras todo lo que pude y la voz sonó falsa.
Atranqué la puerta y la ventana, corrí al interior del armario como si de una habitación del pánico se tratara, parapetada en la oscuridad, urdí un plan para vencer aquella extraña amenaza, no sabía a que me enfrentaba, no existía ningún código o libro de instrucciones, la información que poseía era menos que nada, pero los hechos reales y el horror tan autentico como que en ese momento un armario oscuro y frío era mi centro de operaciones, no podía contar con ayuda externa, solo me tenía a mí misma y era necesario que fuera suficiente.
Continuará...

jueves, 16 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejar arpías (Peras) (parte 6º)

--Peras--
El agua tibia resbaló por la espalda, los muslos, abrí los labios y dejé que penetrara deslizándose hacia los senos como una cascada, las gotas golpearon la frente, diminutos martillitos que intentaban devolverme la cordura. Mil pensamientos bullían confusos en la cabeza pero de algo estaba  segura, no me estaba volviendo loca. 

Subí la temperatura y el agua demasiado caliente reaccionó sobre la piel, el milagro se estaba obrando, confirmándome que no estaba chiflada, ni por lo más remoto, una cruz me atravesaba el torso como la travesía de una basílica, nacía en la garganta usando los brazos de travesera, llegando hasta el mismo pubis. En un principio me resistía a pensar que las repugnantes manos de los cuchicheadores me habían rozado con aviesas intenciones, a través del espejo comprobé con ojos desencajados la horrible certeza y el rostro se mostró como un paño mortuorio, estaba aterrada, la barbilla se convulsionaba en un temblor irrefrenable, el corazón latía rápido, jadeante intentaba retomar el ritmo de la respiración, me estaba asfixiando y no sabía que hacer para calmarme. Intentando lanzar un grito, sólo logré emitir unas palabras con voz estrangulada.
--¡Serán asquerosos, no me lo puedo creer! ¡Dios! –alcé la voz todo lo que pude--, me resistía desesperadamente a que aquella monstruosidad fuera lo que fuera, volviera a pasar y un sentimiento de soledad embargó mí alma, no podía confiar en nadie, ni creerme nada, tendría que resolverlo yo sola, nadie creería semejante locura, quizás el mejor as en la manga de los monstruos con los que había tenido la desgracia de toparme.

En un ahogo involuntario intentando tragar saliva, la garganta produjo un chasquido, necesitaba pensar, me enfundé en unos vaqueros y un jersey azul, calcé unas playeras y con el bolso colgado al hombro, accedí a la calle, parecía que mí presencia no llamaba la atención de nadie, aunque es correcto decir que solo un galgo flaco olisqueaba el asfalto como único testigo de la huida. Caminé sin rumbo procurando esconderme de las miradas que no me miraban.

La rama de un peral me golpeó en la frente haciendo que perdiera el sentido de la orientación, aceleré el paso, más rápido, más rápido, la respiración galopaba, más, más hasta desembocar en una alocada carrera. La tierra recién regada engullía los zapatos, hundiéndolos peligrosamente, arrancándolos de los pies, proseguí la huida sin mirar atrás, el viento me siseaba al oído, las peras ya maduras, me golpeaban en todas partes con cansina insistencia, duras como piedras, procuraba proteger el rostro y la cabeza de sus dolorosos golpes. Por fin la última hilera, -- y a lo lejos, apenas a cien metros, la estación de autobuses--, la tenía allí mismo, pero la ansiedad por alcanzarla me la hacia inalcanzable, por fin pisé las finas baldosas, los pies patinaron al contacto con el pulimentado suelo, por megafonía anunciaban la salida en breves minutos de un autobús rumbo a la ciudad, ignorando las miradas, entré precipitadamente en el vehículo. El conductor me observó de arriba abajo— interrogándome con aire preocupado --.
--¿Se encuentra bien señorita?—bajé la vista hasta dirigirlas al punto de encuentro del interlocutor, surgiendo los pies como albóndigas rebozadas en barro, los zapatos en la mano y el pelo enmarañado y lleno de hojas. ¿Cuánto falta para salir? – pregunté avergonzada --.
--Vaya al baño si lo desea, creo que podemos esperar apenas un minuto. --dijo el conductor amablemente --.¿Seguro que no desea que llamemos a la policía?—insistió el conductor --.
--No, estoy bien, tenía prisa por llegar y corté por el campo de cultivo, no ha pasado nada. –me miró con aire de incredulidad pero se conformó con la respuesta—
--¿Bien? – contestó—y en su voz se leyó la complacencia, no la certeza.

El motor diesel rugió con fuerza y el autobús comenzó a zarandearse como una araña con una pata menos, dejé que el traqueteo me adormeciera hasta la ciudad, intentando darme un tiempo para vaciar la cabeza de malos presagios.
Por fin, el transporte llegó a su destino, el intenso alumbrado me molestaba, quería perderme y aquello no ayudaba, lentamente los pies se posaron en el frío suelo, descalza, avergonzada y asustada, buscaba una solución rápida a el problema del calzado, un kiosco de revistas propuso la solución, una revista regalaba una especie de alpargatas por su compra, me parecieron el calzado más bonito que viera nunca, escondiendo los pies me hice dueña del preciado botín, ahora sentada en un banco del andén, apretaba el bolso contra el pecho, mirando desconfiadamente a cualquier pasajero que cruzara por delante, --¿Qué hacer?. ¿Dónde podía ir para estar segura y tranquila?--. Sin ser consciente de ello encaminé los pasos hacía la salida, a pocos metros el luminoso de un hotel me invitaba al descanso y la reflexión que tanto necesitaba en esos momentos.
Continuará...

lunes, 13 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (5º parte)

Isabel se acercó a casa ofreciéndome un trozo de pastel de no se que pueblo vecino, acepté la dádiva y la charla por cortesía pero no podía concentrarme en nada, contestaba como una autómata, distraída, lejos de todo pensamiento lógico y racional.
No quería volver al interior de la casa,  así que cuando las sombras cubrieron el jardín me agazapé en un rincón aterrorizada. Aún no había podido pensar ningún plan.

Un sordo cuchicheo llegó del exterior, alguien ágil como un gato saltó la tapia sin apenas esfuerzo, cayó sobre sus pies con las rodillas flexionadas, el pelo largo, muy lacio, se levantó al tiempo que sus brazos como si intentaran iniciar el vuelo, se posó sobre el piso de piedra suave y silencioso, todavía en posición de caída reconoció el entorno –el corazón iba tan  rápido que me delataba, la respiración jadeante hubiera alertado a una cuadrilla de sordos --, su cabeza giró certera y sus ojos fríos y brillantes cual luciérnaga, se posaron en el rincón que me ocultaba, sin prisa y seguro de su victoria, giró la llave lentamente y la puerta se abrió despacio, dando paso a los cuchicheadores del exterior. En la oscuridad pude distinguir claramente a cinco personas, seis con el saltador.
--¿Qué queréis?. ¡Fuera de mi casa! –grité y la voz se quebró fruto del miedo --, haciendo caso omiso de la imperativa súplica, siguieron con sus extraños planes. 

La luna llena derramaba su luz sobre las plantas y los cuchicheadores, alargando sus sombras engañosamente pareciendo amenazadores gigantes, con antifaces pero a boca descubierta, hundieron el dedo índice en sus labios, emitiendo un siseo serpentino pero inequívoco de silencio. Reconocí tres al instante, el vecino justo de al lado, un viejo asqueroso y amargado, la señora de enfrente con su porte santurrón y  su pelo aristocráticamente peinado de color blanco con reflejos malva, -- prueba de los años vividos --, y otra señora que vivía al final de la calle y a la que solo había visto pasar un par de veces, -- lo que si estaba claro que a ella no le había pasado desapercibida --, el resto se mantenía abrigado por la oscuridad.

Algo me golpeó la cabeza con fuerza y todo se fundió en negro como una pantalla de cine.
Sentada en la cama con la vista desenfocada, el armario se volvía borroso, se desplazaba a la izquierda y sutilmente a la derecha yo lo seguía hipnotizada, cerré los ojos con fuerza y con la mano taponando el vómito, corrí a ciegas al baño, el marco de la puerta no debía estar en su lugar o yo no debí correr con los ojos cerrados, el impacto me despidió a toda velocidad contra la pared del pasillo, haciéndome perder el equilibrio y la consciencia, desperté tendida sobre una pasta pestilente, fruto de mi propio desequilibrio, no pude más que reptar un poco, apartar el rostro y el cabello, quedando inconsciente de nuevo.
Continuará...

viernes, 10 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (4º parte)

El monótono y estridente repiqueteo del timbre, provocó aquel rápido tamborileo del corazón.
--¡Jesús!, tengo que cambiar ese dichoso aparato –el sonido de aquellas palabras me devolvió a la realidad--.
--¡Si! ¿Quién es?—las palabras brotaron sin la menor dificultad a pesar de sentirme espesa como el chocolate--.
--¡Hola! Soy Isabel, quería saber si bajarás hoy por piedras a la finca.
En aquel momento la simple idea de cargar con las susodichas me provocó un gran quebranto, agité las manos como si fueran pajarillos azotados por una gran ventisca intentando justificarme, ya que nadie podía verme--.
--Lo siento no podría moverlas del suelo, hoy me siento totalmente agotada, quizás mañana.
Su voz sonó dura, contrariada, posiblemente tenía los planes hechos y yo le había desmontado el tema del transporte.
Las gentes de aquí solo quieren escuchar lo que desean, sino es lo acertado, se vuelven gruñonas, ásperas y frías.
--¡Vale!.¡Hasta mañana! –dijo – si mediar más palabras.
Ya estaba acostumbrada a tales arrebatos y a la falta de tacto.
--¡Hasta mañana! ¡Simpática!, el chofer hoy se ha dado de baja—dije cuando ya no podía oírme--.
Tendida sobre la cama dejé que los rayos solares jugaran con las pestañas, calentándome el rostro y quizás el alma, el día prometía ser caluroso, sin embargo sentía la piel fría como serpiente hibernando, bajé al jardín, el sol me inflamó el cabello  emanando un intenso color azulado. Estaba claro que no podía concentrarme en nada, ni siquiera en la belleza que me rodeaba, aún con las gafas de sol puestas el reflejo de la luz en las blancas paredes me cegaba.
El día paso indolente, sin pena ni gloria, estaba claro que yo no había pasado por él, la jornada tocaba a su fin, sin embargo la luz seguía entrando a raudales por las abundantes ventanas, pintando las paredes de un escandaloso anaranjado, todo estaba en su lugar, los objetos adecuadamente alineados en mesas y estantes, los libros perfectamente ordenados. Exhalé un profundo suspiro y sucumbí a las bondades del cómodo relax que ofrecía la cama. La película que daban en televisión adormecía la conciencia y yo abría y cerraba los párpados como bombilla programada
--¿Dónde estará el mando?—las palabras pronunciadas en alto, provocaron eco en el vacío, Rufo levantó la cabeza como toda ayuda, volviendo a ser ignorada al segundo siguiente.
Por fin los dedos toparon con el dichoso trozo de plástico, aprendido de memoria del uso, acerté a la primera, la musiquilla anunció que la maniobra era correcta y continué sumida en el tonto mundo del sueño, lo más parecido a la muerte que podemos experimentar en vida.

Allí estaba de nuevo ese rancio olor que precedía a la sensación de una presencia, pero en aquella ocasión el hedor repugnante era lo de menos, me sonreía con esos grisáceos y separados dientes, el cabello se descolgaba por la cabeza como bicho grasiento, las canas salpicaban aquella cosa infecta que le adornaba la cabeza -- no la hubiera movido de allí ni un huracán --, parecía pegajoso plástico adherido al lugar, los ojos pequeños, ratoniles, surcados por pequeñas culebrillas rojas, fijos, inertes en mí persona, las manos viejas y arrugadas se aferraban a la madera que adornaba los pies de la cama, el rictus de sus labios se podría decir que estaba en posición de reír pero su boca no reía.
No podía pensar, apreté fuertemente los ojos y cuando se abrieron de nuevo, no sabía si aquello había sido verdad o producto del sueño. --¿Cómo podía haber entrado mí vecino en la casa? --. Recorrí alocada y erráticamente todas las habitaciones de punta a punta.
--¿Dios mío?—grité a todo pulmón --. ¿Qué está pasando?. ¿Qué es esto?.
Por si acaso froté tanto y con tanta fuerza el lugar donde podría haber estado la mano, que rallé el barniz de la madera.
No dormiría nunca más, permanecería en vigilia hasta que resolviera aquel  horrible misterio. Cada vez que cerraba los ojos volvía aquella visión.
Continuará...

sábado, 4 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (3º parte)

La escasa luz que aún quedaba permitía que la vista alcanzara los manzanos, eso me hizo muy feliz, aquellos árboles bajitos y rechonchos representan el futuro, la vida, pasaron de la desnudez invernal a la vestimenta más exuberante, luego se cubrieron de un manto blanco, bellas flores para una bella campiña y por último la vida explotó dando a luz unos hijos gordezuelos, verdosos y sus rechonchas y arrugadas madres los acunaron ayudadas por la naturaleza hasta convertirlos en frutos de un amarillo intenso de piel tersa y jugosa carne, me sentía participe del milagro y privilegiada por contemplar la explosión de la vida. 

Rufo, lloraba desconsolado, mi amado viejo perro.
--¡Rufo! –grité a pleno pulmón --.
--Perro tonto, ¿Dónde estás? –lo llamaba con insistencia intentando averiguar la procedencia de tan plañidero lamento, por fin pude localizarlo, se había quedado encerrado en el jardín.
--Pobrecito, ya no estas para muchos trotes, ¡verdad, cariño!. –lo conformé acariciándole las orejas, besándole su abultada cabezota, lanzó un lamento de satisfacción tirándose de nuevo al suelo buscando la frescura de la baldosa.
Mi fiel Rufo, amigo para todo, compañero tranquilo de buenos y malos momentos, protector con su profundo ladrido y porte amenazador, a su lado estaba tranquila, velaba los sueños con su agudo oído y los días con su majestuosa presencia.
La respiración de Rufo acostado sobre la alfombra es lo último que recuerdo con exactitud antes de conciliar el sueño o al menos eso creo.

El reloj me observaba desde la mesita de noche, recordándome que eran las cuatro de la madrugada. Confusa sentada sobre la cama, la mano apoyada en el pecho, asegurándome que el corazón aún latía dentro de él, pensé que se me saldría por la boca y nada podría hacer para evitarlo, notaba su palpitar en las sienes, las muñecas, las puntas de los dedos, el vómito acudió a la garganta, la cena se deslizó intacta pero en sentido opuesto, una oleada de repugnancia me inundo de pies a cabeza, olía a rancio, a sucio, a viejo, de donde procedía aquel hedor infecto.
Abandoné el lecho precipitadamente, intenté abrir la ventana, necesitaba librarme de aquella atmósfera sofocante, -- se colaba por la garganta, las fosas nasales --, en la precipitación, los pies chocaron con Rufo que emitió una sonora queja por la agresión sufrida, sus ojos me miraron con incredulidad y sueño.

Una estancia pequeña mal iluminada, papel floreado en las paredes, con mil capas de arcaica suciedad, la amarillenta bombilla derramaba una luz ocre sobre el pequeño recinto de muebles desvencijados, las sillas austeras como potro de tortura, una cama de hierro desconchado, cubierta por un trapo a modo de colcha, tan raído por los años o los lustros, que bien pudo ser antes cualquier otra cosa.
Pero que recuerdo era ese, que sueño ingrato me acechaba y aquella angustia alojada en el pecho, mano perversa que me obligaba a retener todo el aire en el interior de los pulmones, unida a la idea de que en la casa no había estado sola, alguien me velaba el sueño hace solo un momento. Recorrí con dedos temblorosos todas las habitaciones con deliberada cautela, dando respuestas a las dudas y alivio al terror que me acompañaba, temerosa de encontrar lo que mis recuerdos contaban.
Sentada en un peldaño de la escalera intentaba recobrar la calma, cinco campanadas, recordaron lo prematuro del día.
Frente al espejo pude comprobar como se había esfumado todo atisbo de vida de mi rostro, los labios lucían un aspecto marmóreo, pellizqué las mejillas y la sangre corrió rauda a socorrerlas.

El silencio era tal, que podía oír el polvo moverse a mí paso, conecté la televisión para aliviar la angustia. Los pies se desplazaban con desmayo escalón tras escalón --¿Aquel olor persistiría en su intento? – con pasitos menudos como los de un niño en sus primeros escarceos, llegué al destino, la ventana golpeó la pared con violencia y un gemido ahogado y lúgubre se me escapó sin previo aviso, nada parecía fuera de lugar, si alguna vez aquel fétido hedor compartió el mismo aire, huyó por la ventana como avieso ladrón. Rufo me seguía con aspecto cansado, pero fiel a su condición de guardián.
Desconcertada intentaba relajar la tensión, pensando que el sol saldría, arrancaría destellos a todos lo objetos de la habitación, transcurridos unos instantes los cansados párpados se cerraron con voluntad propia, desterrando el estremecimiento de angustia que rebotaba en cada rincón del ser, sucumbiendo a la inconsciencia del sueño.
Continuará...

miércoles, 1 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías / Manazanas/ (2º parte)

Manzanas

El zumbido de las abejas me llegaba alto y claro, envolviéndome el cerebro todavía pesado por el sueño o mejor dicho por la falta de buen sueño, en una telaraña difícil de deshacer. Miraba extasiada como se filtraba el café lentamente entre las ranuras del deposito, desprendiendo un humillo sinuoso de estimulante aroma, esperaba con ansiedad el momento de sentirlo caer por la garganta calentando el esófago, tocar las papilas gustativas, reuniéndome al fin con el clan de los despiertos, recibir los estímulos exteriores como mensajes y no como agresiones a mis dormidos sentidos.
 
Todo lo que abarcaba la vista desde la ventana de la cocina, eran frondosos manzanos, achaparrados, cargados hasta tal punto de hojas y ramas que apenas si se distinguía el tronco, salpicado de innumerables manchas amarillentas, dándonos claras muestras de su fertilidad, las ramas se movían acariciadas por una suave brisa, meciendo los pesados frutos de forma tan obligada como involuntaria.
Poco a poco recordaba las tareas programadas para el día, comprobé mi famosa lista de trabajo y una sonrisa se dibujó en la comisura de los labios recordando los comentarios de mi pequeña pero amada familia.

RECOGER PIEDRAS.
COMPRAR CEMENTO.
ACABAR  PARED EXTERIOR.

La reforma de la casa me tenía totalmente absorbido el seso, labor que en esos momentos acaparaba todas mis energías, el recubrimiento de la fachada exterior de la casa, quería que cualquier transformación estuviera mimetizada con el entorno, así que usaba piedra natural recolectada por mí misma en el campo, -- y como Juan Palomo yo me lo guisaba y me lo comía --, me llenaba de gozo ir colocándola, un anárquico puzzle que tomaba forma en el momento más inesperado, al ser una mujer la que se afanaba en esta tarea reservada al parecer solo al genero masculino, este pueblo bastante atrasado de pensamiento, parecía sentirse algo incomodo con el osado proceder, despertando por descontado, el pecado capital por excelencia, “la envidia”. Ignoraba las miradas clavadas en la espalda pero cada vez me hacían sentirme peor, me apremiaba el finalizar y eso aceleraba el ritmo volviendo una tarea grata, en ingrata, prefería trabajar en el interior fuera del alcance de miradas inquisitorias. Debía darme igual, pero no podía evitar la incomodidad por mucho que lo intentara.
Aquella tarde fue tiempo de celebración, por fin podía dar por concluido el exterior, no cabía  en mí de gozo.
Sentada de nuevo en la cocina, disfrutando del maravilloso paisaje cubierto de manzanos, el gusanillo del hambre golpeo el cerebro recordándome una necesidad esencial, comer. De la calle llegaban sonidos variados, niños jugando aprovechando las vacaciones estivales y algún que otro coche que ocasionalmente subía raudo la cuesta, rugiendo el motor cual león enfurecido, obedeciendo al pie de su amo, que sin piedad apretaba el pedal al máximo.
Sin desearlo y sin apenas darme cuenta, cerraba ventanas para aislarme de cualquier intruso ya fuera acústico o visual, sin distinciones, todos me eran igual de desagradables.
Con el bocadillo en el plato puse rumbo al jardín, donde el silencio se oía con total nitidez. Acomodé mis posaderas bajo la gran sombrilla, rodeada de hortensias, enredaderas cargadas de salpicaduras moradas a modo de campanillas cayendo como lágrimas de pasión desmedida, geranios rojo sangre, encendidos de color, me dejé llevar por el sopor, tendida en la hamaca sobre los mullidos cojines, bajo la sombra que me proporcionaba la tupida tela del inmenso parasol, una suave brisa fresca rebajaba la temperatura a la ardiente tarde, arropada por los brazos de un amante esquivo, Morfeo, sucumbí a sus encantos .
El persistente canto de un pajarillo me devolvió a la vida, los párpados pesados de sueño se abrieron lentamente, adaptándose a la luz que ya se retiraba a descansar, el cielo lucía sus galas más ardientes, inflamado de un escandaloso anaranjado, parecía  afectado por un pavoroso incendio, solo aliviado por algún cúmulo de nubes ofreciéndole un alivio ante la emergencia.
Los vecinos asomaban de sus madrigueras animados por la ausencia de sol y los eventuales golpes de brisa fresca, ante tal contingencia, recogí el menaje, arrastrando los pies hasta el interior de la casa, conectando el aire acondicionado para paliar las altas temperaturas.
Quizás si en esos primeros momentos hubiera sido consciente del cambio de actitud, de la negrura que se avecinaba por el horizonte, se podía haber evitado, pero el veneno fluía por las venas libremente y nada fue capaz de pararlo, me sentía como una uva desgajada del racimo y esa sensación, -- no reconocida hasta ahora --, me acompañaría el resto de mi azarosa vida.
Continuará...