sábado, 21 de octubre de 2017

Las alas de un ángel rotas (42º parte)

Salíamos todos los días a la misma hora, esa mañana alteraría la rutina. Le di un beso como siempre y emprendí mi camino, cuando se alejó lo suficiente me refugié en un portal y como un espía la seguí sin ser visto. Una calle antes de llegar a su destino, una mano la arrastró a un rincón oscuro, corrí como loco -- entre nosotros la distancia era notable--.
 Vestido de negro como pájaro de mal agüero, la zarandeaba, intentando obligarla a firmar un documento que ella se negaba.
Poseído por una rabia nada propia de su habitual talante calmado y ceremonioso. Me dejo atónito cuando escuché verter acusaciones sobre mí, dichas en secreto de confesión. Dispuesto a saltar como un tigre en caso de peligro, creí más conveniente, saber a lo que me enfrentaba, encogiéndome en un rincón. Tuve la satisfacción de contemplar, como sé hacia con la situación, manteniéndose serena y dueña de sí misma, sin creerse lo que aquella lengua envenenada le contaba.

Esperé en un bar a que saliera de clase, no estaba dispuesto a permitir que la molestara ni una vez más. La seguí hasta casa asegurándome que nadie se le acercaba, quedé en la calle de guardia.
Paciente como un gato que acecha su presa y consciente de sus buenos resultados. Esta no tenía porque ser una excepción.
Se apostó en una esquina de la calle donde Lucía lo vería, intimidándola con su presencia.
Estuvo horas, haciéndome perder la calma, era más sufrido que un gato que tuve cuando  pequeño, al que torturaba con crueles diabluras, --se quedaba quieto con cara de bobo y sin ni siquiera arañarme--.
Por fin parecía retirarse, entonces lo seguí. No estaba seguro como abordar el tema, quería parar aquello, era mi mayor deseo. De todas formas de nada serviría entrar en profundas reflexiones. Mejor ir directo al grano.
Atravesó la puerta de la iglesia. Con despóticas maneras lo abordé sin importarme que estaba en casa de Dios. Con esa actitud intentaba camuflar el temblor en la voz y el hecho de que las rodillas me mantenían a duras penas.


 Con la frente fruncida cargada de malas intenciones se dirigió a mí. Yo, arañaba la esperanza de llegar a un entendimiento. Sin embargo lejos de buscar una reconciliación, su altivez se extendió como aliento helado. El odio creció al igual que lo hace el pan fermentado. Intentaba razonar explicarle que nada malo hacíamos, sin desearlo nos enfrascamos en una acalorada pelea, la furia a duras penas la contenían las paredes, en medio de aquella violencia y sin entender su actitud subió al pulpito y hablando a unos imaginarios feligreses, sermoneaba con ostentosa voz sobre El Apocalipsis final, la furia de Dios, los pecados que nos llevarían a la condenación eterna.
Además de dejarme atónito. Ahora no quedaba duda, aquel buen hombre no había podido soportar la presión y sus pensamientos cabalgaban libres, desbocados y sin control.
Intentando que bajara, cambie la actitud pero él no escuchaba las palabras que venían del exterior solo las que le salían del interior.
Forcejeamos, de espaldas a la escalera en forma de ese, sinuosa y letal como una serpiente, perdiendo el equilibrio, estrelló su esqueleto contra los escalones duros como el pedernal. Corrí a socorrerlo, al levantarle la cabeza, una mancha roja reposaba bajo su pelo,  resbalando por los escalones, sentía que el terror me paralizaba.
Yacía bocarriba, desnucado con ojos muertos y las facciones contraídas, miraba al techo como si quisiera reunirse con los ángeles sonrientes, mofletudos, que revoloteaban felices con sus blancas y emplumadas alas.
Atolondrado recorrí la iglesia tratando de tranquilizarme, procurando que la sangre regara mi masa cerebral y poder salir de aquel atolladero. Di vueltas al igual que los burros de noria, registré los bolsillos de la sotana, con manos torpes, atolondradas, las llaves tintinearon, las apreté con fuerza y corrí para atrancar la puerta, eso me facilitaría el tiempo necesario.

Sentado y bajo la penumbra de las velas deslicé mis dedos por sus párpados, acaricié sus manos aun tibias y le pedí perdón, estaba seguro que en cualquier otra circunstancia hubiéramos podido ser buenos amigos.
No podía salir de allí por las buenas, alguien quizás me habría visto entrar o podría verme salir, relacionándome por deducción con el hecho.
 Con muchísimo esfuerzo lo arrastré hasta el altar, --su complexión era fuerte y su estatura considerable--, tendiéndolo en un improvisado lecho mortuorio, más digno de su persona, al menos así lo consideré.
 Quería ignorar las miradas que se clavaban en la espalda, las formas que giraban entre los bancos y bailaban en las paredes. Todas las puertas estaban cerradas amparando la villanía, no me sentía responsable de aquella muerte. Había sido mala suerte, un desafortunado incidente. ¡Cómo explicar a la policía lo ocurrido, sin dar con los huesos en la cárcel!.
En la sacristía encontré aceite, lo vertí sobre la seca madera de los bancos, prendí las telas y tapices, cayendo en un abismo de fuego y humo. Las llamas se propagaron rápidas como cotilleos entre comadres, las vidrieras estallaban, el bronce y el estaño chorreaba, derritiéndose en incandescentes y ardientes lágrimas metálicas, provocadas por las altas temperaturas que envolvían aquel intencionado infierno. Oculto muy cerca de la entrada, en el hueco entre dos columnas de pulida piedra,  protegido por una imagen de San Antonio, esperaba que antes de morir abrasado pudiera escapar en la confusión del momento. Abrumado por la idea que el plan fallara, quedando allí atrapado en una trampa mortal, dejando sola a Lucia y huérfano a mi hijo no nato.
Con un trapo mojado en agua bendita protegía la nariz, devolviéndole a mis pulmones un poco de humedad.
Las figuras de cera se derretían produciendo un hedor insoportable, las tallas en madera se les licuaba el esmalte, los tintes con los que el artista los coloreo y dio expresiones bondadosas a sus rostros, al mirarlas bajo el efecto del humo y la temperatura, adquirían movimiento y sus caras se asombraban queriendo escapar como todos, de aquel provocado infierno terrenal, volviendo sus vegetales cuerpos, negros como el ébano.
El griterío se intensificaba en la calle, las sirenas ululaban por doquier pidiendo paso, la puerta resistía a los envites desde el exterior, con las defensas debilitadas, cedió, saltando astillas y trozos de madera como flechas puntiagudas.
Me encontraba al borde de perder el conocimiento. Al tomar contacto el agua con el fuego la humareda reinante, me cegó los ojos completamente y en esa ceguera loca y actividad frenética, me escabullí como un cazador furtivo.
Antes de desaparecer mire atrás, aun a riesgo de perecer bajo el influjo de una maldición bíblica, el incendio ascendía y se propagaba, hacia el negro telón que cubría el cielo inflamándolo temporalmente y las llamas, hijas del fuego, usaron mis pupilas como espejos para reflejar su portentoso poder de destrucción.
Dejé que aquel amargo bálsamo de culpabilidad invadiera mis venas por un momento. Desarrollé una memoria episódica, arrancando esas paginas y los recuerdos se perdieron entre los contornos de los edificios volviendo el horizonte rosado y malva.
Continuará...

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