jueves, 26 de enero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (1º parte)

¿Un día magnífico, verdad Germán?- apenas sin mirarme, asintió mohíno-.
A pesar de las constantes faltas de educación básica, nada parecía enturbiar mí felicidad, el sol brillaba con toda su intensidad haciendo ojos ciegos a cualquier acontecimiento ajeno a todo lo que representaba el cambio de vida tan radical que había sufrido en los últimos meses. 

El proyecto de nueva vida emprendido me mantenía en un estado constante de febrilidad hilarante. Me emocionaba al oír las campanadas de la iglesia dando las horas, el tan novedoso pregón anunciando eventos, perdidas de objetos, reuniones municipales o cualquier acontecimiento reseñable.
Explotaba en mil llamaradas de luz y color cual fuegos artificiales ante la cercanía de los míos, recuperar recuerdos, navidades en familia, momentos para compartir, tiempo de risas, agridulces pensamientos por los que ya no están con nosotros en carne y hueso, pero siempre recordados en esencia, anécdotas infantiles rememoradas en silencio, mientras las manos inmersas en cualquier labor dejan libre el pensamiento y la risa corrige el rictus de los labios, las ideas saltan impulsadas por deseos ya concluidos y que nunca volverán a repetirse.

Ahora con la perspectiva que te ofrece generosamente el tiempo y el espacio, solo me produce una mueca de agria sorna, un sentimiento de amarga pesadumbre.
Evidentemente llevaba demasiados años fuera de la circulación y el espíritu de Winnie de Poo me había poseído sin ninguna duda, sumiéndome en el más profundo caso de locura transitoria que ha dado la historia del ser racional, volviéndome un entontunado monigote, incapaz de ver más allá de su corta nariz, exponiéndome al mayor de los tormentos, “el olvido”. 

En mí cabeza todo estaba ordenado y  resultaba muy sencillo. Había comprado una casa en el centro del pueblo con muchísimas posibilidades, -- las pocas caras amigas dispuestas a dignificarme con sus parcas palabras --, comentaban que era una de las mejores casas del lugar y yo me sentía tan excitada con el proyecto de reforma, que era incapaz de catalizar señales negativas, las ulceré en mí interior como tortuga envenenada defendiéndose de una agresión real, pero invisible en ese momento de histérica felicidad.

Trabajaba duro, pensando que era cuestión de tiempo que se acostumbraran a la nueva situación. Si devolvía desagrados con agrados, groserías con cortesía, sí les daba tiempo para conocerme y hacerles ver que no era una amenaza para nadie, todo marcharía sobre ruedas. Realmente la estupidez es un virus que provoca ceguera continuada.

Acuden a la memoria momentos realmente desagradables, -- la campana de la iglesia repiquetea sin parar en estos instantes, llamando a las carroñeras a su encuentro con el falso Dios que ellas adoran pidiéndole bondades para sus almas limpias de todo pecado, ese libro que ellas leen que las incitan a la falta de caridad, a la crítica destructiva, al egoísmo más exacerbado y en esa mente malvada se creen perfectas elegidas por Dios, ese Dios que las echaría del templo como profanadoras de sus enseñanzas. 
Acuden lentamente cuchicheando como inquisidoras de la fe, la moral y las buenas costumbres. Torquemadas femeninas, augurando negros por llegar, deseosas de ser ellas portadoras del fuego divino y purificador de almas pecadoras. Asustadas de la risa fácil, los corazones abiertos y las almas blancas, mentes encallecidas por siglos de superstición, oscurantismo y aislamiento, viendo al maligno en un buen polvo, una buena amistad, una risa espontánea, daltónicas de la felicidad.
Y la campana sigue doblando, enloqueciéndome con su toque cansino, constante, monótono, le arrancaría el badajo, tirándolo lejos, donde ningún ser humano lo pudiera encontrar y descansar de tan mortificante sonido.
Odiaba la transformación de mí ser, notaba el encogimiento de las vísceras en cada doblez, cochinita que al tocarla y sentirse amenazada cambia la forma, volviéndose redonda, hermética, cerrada a cualquier posibilidad de entendimiento, inocente compañera de juegos infantiles, peligrosa aliada de adultos.

Viajaba con la cara oculta tras una máscara  de inocencia y aceptación, cruel engaño del ser humano capaz de las mayores atrocidades sin el menor sentimiento de culpa o arrepentimiento. Callada y perversamente, urdía la tela de araña, quería venganza a cualquier precio y no estaba dispuesta a renunciar a ella.
Se podría pensar que actuaba con un plan preconcebido, nada más alejado de la verdad, pura improvisación, unas cosas me llevaban a otras sin previa premeditación como una escalera de Jacob, eso me hacia sentirme bien, aliviada, acallando esas terribles ansias nunca reconocidas, irreconciliables aliadas de lo racional, perversas intenciones conducidas por la demencia.

El detonante del virginal engaño, lo provocó un hecho intrascendente, pero sin duda la gota que colmó el vaso.
Una serie de desencuentros con el ayuntamiento, nada del otro mundo, -- ayuntamientos uno de los cánceres de la sociedad, donde verdaderos bellacos sin escrúpulos, se enriquecen a costa del incauto contribuyente, engañado y estafado por fariseos elegidos por ellos. Algo así como llevar al maestro el palo con el que te puede pegar, -- inteligencia del ser racional, capaz de las proezas más increíbles, incapaz de ver el peligro ante sus narices, negando lo obvio y defendiendo por pura tozudez ideas absurdas, conduciéndonos a un “big- bang” de decadencia moral, ética, etc......

Como les iba contando nada fuera de lo normal, villanías cometidas a diario, aceptadas como purgantes inevitables, con esto intento explicar que no era para tanto, nada que no esperara desde que comencé la gestión, pero para mí, el detonante, la chispa que lo prende todo, imparable, destructora, irracional, aún así, perfectamente real.    

Continuará...

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