miércoles, 1 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías / Manazanas/ (2º parte)

Manzanas

El zumbido de las abejas me llegaba alto y claro, envolviéndome el cerebro todavía pesado por el sueño o mejor dicho por la falta de buen sueño, en una telaraña difícil de deshacer. Miraba extasiada como se filtraba el café lentamente entre las ranuras del deposito, desprendiendo un humillo sinuoso de estimulante aroma, esperaba con ansiedad el momento de sentirlo caer por la garganta calentando el esófago, tocar las papilas gustativas, reuniéndome al fin con el clan de los despiertos, recibir los estímulos exteriores como mensajes y no como agresiones a mis dormidos sentidos.
 
Todo lo que abarcaba la vista desde la ventana de la cocina, eran frondosos manzanos, achaparrados, cargados hasta tal punto de hojas y ramas que apenas si se distinguía el tronco, salpicado de innumerables manchas amarillentas, dándonos claras muestras de su fertilidad, las ramas se movían acariciadas por una suave brisa, meciendo los pesados frutos de forma tan obligada como involuntaria.
Poco a poco recordaba las tareas programadas para el día, comprobé mi famosa lista de trabajo y una sonrisa se dibujó en la comisura de los labios recordando los comentarios de mi pequeña pero amada familia.

RECOGER PIEDRAS.
COMPRAR CEMENTO.
ACABAR  PARED EXTERIOR.

La reforma de la casa me tenía totalmente absorbido el seso, labor que en esos momentos acaparaba todas mis energías, el recubrimiento de la fachada exterior de la casa, quería que cualquier transformación estuviera mimetizada con el entorno, así que usaba piedra natural recolectada por mí misma en el campo, -- y como Juan Palomo yo me lo guisaba y me lo comía --, me llenaba de gozo ir colocándola, un anárquico puzzle que tomaba forma en el momento más inesperado, al ser una mujer la que se afanaba en esta tarea reservada al parecer solo al genero masculino, este pueblo bastante atrasado de pensamiento, parecía sentirse algo incomodo con el osado proceder, despertando por descontado, el pecado capital por excelencia, “la envidia”. Ignoraba las miradas clavadas en la espalda pero cada vez me hacían sentirme peor, me apremiaba el finalizar y eso aceleraba el ritmo volviendo una tarea grata, en ingrata, prefería trabajar en el interior fuera del alcance de miradas inquisitorias. Debía darme igual, pero no podía evitar la incomodidad por mucho que lo intentara.
Aquella tarde fue tiempo de celebración, por fin podía dar por concluido el exterior, no cabía  en mí de gozo.
Sentada de nuevo en la cocina, disfrutando del maravilloso paisaje cubierto de manzanos, el gusanillo del hambre golpeo el cerebro recordándome una necesidad esencial, comer. De la calle llegaban sonidos variados, niños jugando aprovechando las vacaciones estivales y algún que otro coche que ocasionalmente subía raudo la cuesta, rugiendo el motor cual león enfurecido, obedeciendo al pie de su amo, que sin piedad apretaba el pedal al máximo.
Sin desearlo y sin apenas darme cuenta, cerraba ventanas para aislarme de cualquier intruso ya fuera acústico o visual, sin distinciones, todos me eran igual de desagradables.
Con el bocadillo en el plato puse rumbo al jardín, donde el silencio se oía con total nitidez. Acomodé mis posaderas bajo la gran sombrilla, rodeada de hortensias, enredaderas cargadas de salpicaduras moradas a modo de campanillas cayendo como lágrimas de pasión desmedida, geranios rojo sangre, encendidos de color, me dejé llevar por el sopor, tendida en la hamaca sobre los mullidos cojines, bajo la sombra que me proporcionaba la tupida tela del inmenso parasol, una suave brisa fresca rebajaba la temperatura a la ardiente tarde, arropada por los brazos de un amante esquivo, Morfeo, sucumbí a sus encantos .
El persistente canto de un pajarillo me devolvió a la vida, los párpados pesados de sueño se abrieron lentamente, adaptándose a la luz que ya se retiraba a descansar, el cielo lucía sus galas más ardientes, inflamado de un escandaloso anaranjado, parecía  afectado por un pavoroso incendio, solo aliviado por algún cúmulo de nubes ofreciéndole un alivio ante la emergencia.
Los vecinos asomaban de sus madrigueras animados por la ausencia de sol y los eventuales golpes de brisa fresca, ante tal contingencia, recogí el menaje, arrastrando los pies hasta el interior de la casa, conectando el aire acondicionado para paliar las altas temperaturas.
Quizás si en esos primeros momentos hubiera sido consciente del cambio de actitud, de la negrura que se avecinaba por el horizonte, se podía haber evitado, pero el veneno fluía por las venas libremente y nada fue capaz de pararlo, me sentía como una uva desgajada del racimo y esa sensación, -- no reconocida hasta ahora --, me acompañaría el resto de mi azarosa vida.
Continuará...

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