jueves, 23 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (8º parte)

Los tacones golpeaban el asfalto rítmicamente en la vuelta a casa, dejaba que la luz de la luna entrara a raudales por la piel sudorosa, fruto del esfuerzo y el aire sofocante del verano, sólo llevaba una cosa en la cabeza, no permitiría que aquellos demonios succionaran la savia vital, no les daría vida a treves de la mía y para ello usaría cualquier método legítimo o ilegítimo .
Escogí los lugares más angostos y solitarios, nadie debía verme.   

Ya en la parte posterior de la casa, frente a la fachada, camuflada entre las sombras, calibré las posibilidades de acceder a la casa del vecino, casi a ras de suelo una pequeña ventana cubierta por una tela metálica corroída por la humedad, me daba acceso, aunque era bastante pequeña, lo conseguiría, con la ayuda de la diminuta llama que me proporcionaba la danzarina luz de un mechero,  escruté el interior, parecía un pequeño cuarto de aseo en desuso, empujé con la mano y sin demasiado esfuerzo cedió, el agujero de la ventana era pequeño pero no lo suficiente para  no introducirme por el, ya dentro dejé que los ojos se adaptaran a una oscuridad casi absoluta, recorrí las habitaciones con lenta minuciosidad, estudiando cada rincón, sonido o fluctuación ajena a mí, en el piso superior descubrí el cuarto del sueño. 

La luz amarillenta desparramada por las viejas baldosas, la ajada colcha, el horrible papel pintado, ante aquella indudable realidad el aire se quedó atrapado en el esófago, -- sin poder recordar como sacarlo de ese lugar, que en aquel momento me parecía tan remoto --, el mareo se paseo por la cabeza y casi en el mismo momento de caer al suelo una salvadora bocanada de oxigeno entró atropelladamente inundando los pulmones. –Dios mío—pensé—agitando convulsivamente el tórax – casi me ahogo, recuperando poco a poco la calma, las pupilas se pararon sobre una espacie de hilo blanco que descansaba en una destartalada mesa, sin saber para que podía servirme, lo apreté entre los dedos como si se tratara de un gran tesoro, la escalera de bajada conformó la idea.
El viejo descansaba despreocupado sobre un manchado colchón sin sabanas en el cuarto contiguo, la atmósfera era densa en aquella casa, espesa, maloliente, a cada paso necesitaba contener el ansia.


Todo fue rápido, la idea y la ejecución, casi sin pensarlo, el azar parecía el mejor aliado, até el hilo a una cuarta de altura, de parte a parte en el cuarto peldaño de la escalera de bajada, de un salto salvé la distancia de dieciocho escalones que me separan del suelo, agazapándome a cuatro patas, -- la figura de una bailarina con un pie menos, me distrajo por unos instantes --, caigo sobre la baldosa del piso inferior golpeando con fuerza de forma intencionada, produciendo un estrepitoso sonido en el silencio nocturno, ese ruido hizo salir de su cubil al villano o lo que fuera. Emulando a una cobra quedé enrollada sobre el último peldaño, la cabeza erguida esperando el ataque del intruso, las fosas nasales se abrían y cerraban aleteando con violencia, me costaba respirar, pero eso ahora no importaba, la valentía impuesta por necesidad controlaba la situación y en aquel momento el viejo se me antojó gigantesco, en pie sobre el inmenso zigurat, sonreía solo con la comisura de la parte derecha,  el iris de sus ojos se agrandaba intentando recabar toda la información posible para no fallar, por unos segundos el miedo me hizo concederle poderes especiales, creí que alzaría el vuelo llegando a alcanzarme, -- no podría decir si lo próximo que relataré fue realidad o solo producto de mi asustado cerebro --, sus brazos se curvaron lentamente volviéndose patas dentadas a modo de mantis religiosa, no percibí movimiento alguno, sin embargo toda aquella locura fue acompañada por un espantoso estrépito, con un instinto innato de supervivencia protagonice un salto imposible, caí cual hábil felino sobre las cuatro extremidades, --lo siguiente que recuerdo es el viejo maloliente con el cuello roto, los ojos muy abiertos ya sin vida llenos de incredulidad, en los labios se leía un grito ahogado por la inesperada llegada de la señora de la guadaña.
Continuará...

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