lunes, 27 de febrero de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (9º parte)

Corrí descalza y enloquecida intentando encontrar a ciegas algo para cubrir aquella repulsiva escena, necesitaba pensar, calibrar los riesgos y planificar una estrategia, los ojos se escapaban hacia aquel trapo. ¿Y si se movía...?.
Recogí hasta el último trocito de la bailarina que había acabado sus lastimeros días en aquella refriega improvisada, salvé los escalones de dos en dos recuperando las pruebas de la trampa asesina. La compasión no acompañó el momento, sólo el temor a que el cuerpo no se encontrara en el lugar donde lo había dejado, al comprobarlo, la saliva chasqueó en la garganta produciendo un sonido que rompió el silencio.


Cuando por fin pude introducirlo en el maletero, la respiración se agitaba igualándose a la de un can perseguido por el mismísimo diablo, el cuerpo me brillaba como mojado por una  prolongada ducha, la piel ardía febril, fruto del tremendo esfuerzo, golpeé con fuerza la chapa del coche para asegurarme de su fiabilidad, giré la llave en la cerradura en un acto de aseveración, precipitándome  al interior del vehículo. La caja de cambio gruño y regruño respondiendo a la torpeza, la mano salió despedida como si hubiera recibido un inesperado calambrazo y amparada en la oscuridad recorrí la distancia que me separaba del antiguo pozo, antes fuente de vida, ahora seco y abandonado en la finca de Isabel que tantas veces había visto sin prestarle atención en mí azarosa búsqueda de la piedra perfecta --. Un saco de sal olvidado en el interior del maletero aseguró el éxito de la empresa, al impactar el cuerpo en el fondo del profundo agujero, produjo un chasquido que despertó la angustia alojada en el estómago, seguido casi inseparable de otro, como si un gran bloque de gelatina hubiera reventado en el interior, perforé el plástico dejando una boca abierta al saco, por la que vomitó la sal sobre la masa innoble que yacía inerte. Absorbí con fuerza por el extremo de la manguera hasta que la gasolina rebasó el límite e inundó la boca, escupí repetidamente intentando librarme de ese sabor. ¡Imposible conseguirlo!, vertí el liquido inflamable escuchando el goteo alcanzar el fondo, me despojé de la blusa, impregnándola, le prendí fuego para asegurar el éxito, las llamas escalaron apenas un par de metros, pero el hedor a carne churruscándose se hacia insoportable, esperaba que no atrajera ningún visitante no deseado, cuando se extinguió, arañé la tierra hasta cubrir el fondo de aquel improvisado sarcófago. 

Despuntaba el día cuando di por finalizada la tarea, necesitaba darme prisa, no podía pasearme tan ligera de ropa, al fin y al cabo aquello no era más que un pequeño pueblo de lenguas afiladas y mentes estrechas.
Exhausta, sólo pude llegar al sofá y liberar la tensión acumulada, los ojos se llenaron de lágrimas, pero el corazón permaneció impasible, no sentía compasión por aquel extraño y aterrador invasor de mi vida. La flaqueza no tenía cabida, sólo era el comienzo de aquel destartalado y extraño suceso, quedaba gente peligrosa a la que exterminar como una plaga de termitas.
Continuará...

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