domingo, 19 de marzo de 2017

Manzanas, peras, cerezas y viejas arpías (13º parte)

Llevé hasta el dormitorio una estufa de gas, prendí en la entrada el resto de una pequeña vela que coloqué cuidadosamente en un lugar estratégico donde ninguna ráfaga  fortuita de aire pudiera apagarla, corrí todo lo rápido que pude hasta la cocina, -- ya que estaba más lejos de la puerta que el dormitorio --, giré los mandos del gas al máximo, alcancé la otra habitación a la velocidad del rayo, dejando escapar el gas de la estufa, llegué hasta la entrada con cuidado de no apagar la llama de la vela cuando cerrara la puerta, por si fallaba algo, quebré los cristales de la bombilla dejando los filamentos al descubierto, así me aseguraba la explosión aunque lo de la vela no funcionara, cerré bien la puerta a mi espalda y casi a cuatro patas cruce la calle cerciorándome de que se hallaba desierta, cualquier incidencia me podía haber costado la vida pero en esos momentos eso no era una variable a tener en cuenta, a oscuras entré en casa. 

Rufo me esperaba sentado cerca de la entrada, agarrada a su cuello esperé los resultados, la ansiedad me dificultaba la respiración, el sudor me perlaba la frente. Sentí una presencia en la oscuridad, en ese preciso momento en el que el miedo se apoderaba del animo,  corrí a encender la luz, un estruendo asoló el mutismo de la calle, lo acompañó una luz cegadora y la rotura de todos los cristales delanteros de la casa, el silencio lo envolvió todo de nuevo, solo interrumpido por el crepitar del fuego y alguna cosa que explotaba ocasionalmente, la calle permaneció vacía apenas unos minutos, de la plaza cercana llegaron vecinos asombrados y mudos por la impresión, se miraban desconcertados, el terror dibujado en sus rostros hablaban por ellos. 

Tres lenguas de fuego lamían la fachada intentando alcanzar el tejado, buscando oxígeno desesperadamente para así asegurarse su supervivencia, ennegreciendo las paredes, iluminando la noche como si fuera día. Con la llegada de los bomberos me escabullí, en medio de la confusión, cargué a Rufo en el coche y me alejé todo lo que consideré prudente, no podía pasar la noche en la casa. Seguía sintiendo esa mirada agarrada a la nuca que me obligaba a no perder de vista el espejo retrovisor del coche, paré en la primera estación de servicio que salió al paso, aparqué frente a la cristalera para beneficiarme de la luz del luminoso y apoyando la cabeza  en el respaldo del asiento, los ojos se cerraron sin pedir permiso.
Continuará...

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