lunes, 7 de agosto de 2017

Las alas de un ángel rotas (23º parte)

Los dos días siguientes los pasé mirando el teléfono y comprobando que funcionaba, Duli sufrió tanto como yo, la anhelada llamada, la sacaba a altas horas de la madrugada, cuando ya se me hacia imposible que el dichoso aparatito emitiera algún sonido, sin quererlo los pies me llevaban a la misma calle, llegué a aprenderme de memoria la fachada principal.

Dos columnas presidían la entrada. Terminadas por capiteles tan cargados como libros tallados contadores de historia, coronando el arco de medio punto que formaba la puerta, el tímpano con sus figuras en relieve de exquisita simetría, jerárquicamente colocadas, su fachada lisa y su estructura románica con las dos ventanas como ojos avizores coronaban la portada, la gran puerta denotando la pureza de su estilo con dos grandes herrajes absorbían a los feligreses convenciéndoles de su fe. Ella era testigo mudo de mi inquietud.
Por fin el diabólico aparatito de tortura emitió su estridente aviso, me hallaba en la cocina sirviéndome un vaso de leche, derribando muebles y atropellando cuanto se interponía entre mi objetivo y yo, alcancé mi meta.

Su voz sonaba en  mis oídos como una prolongada melodía, sin embargo la note menos animada que el último día y me temí lo peor. Que no deseara volver a verme.
Apareció a la misma hora. La calle se llenó con su presencia y su distinguido porte, sin embargo, Lucia me dedicó una forzada sonrisa y sus ojos estaban llenos de extraños e inexpresivos pensamientos. Cuando le pregunté dónde deseaba ir me dejo estupefacto con su respuesta.
--A cualquier sitio que no me hagan sentir como una puta, una pobre pecadora sin solución.
Dejé que transcurriera una dramática pausa. Incomoda se apresuró a darme una explicación.
--Desearía tomar el aire, ver gente.
--¡Sus deseos son ordenes para mí!—haciendo una cómica reverencia le cedí el paso.
 Sus labios se arquearon intentando parecer una sonrisa, para mí fue suficiente.
--¿Te gustaría tomar un helado en la mejor heladería de la ciudad?. Conozco al artesano que los hace, son de muchos sabores. ¿Cuál es tu preferido chocolate,  fresa, straciatella, limón?.—hablaba rápido gesticulando como un loco para hacerle olvidar con mis estúpidas gracias los lóbregos pensamientos que cortejaban su preciosa cabecita -- ¿Qué te parece?.
--Sabes que no puedo pagarme nada, soy casi una indigente y el casi, lo digo, porque lo único que me separa de ese hecho es que no duermo en la calle y tengo un plato de comida sobre una mesa dos veces al día.
--Olvídate de esas nimiedades, entre tú y yo no caben semejantes tonterías. De todas formas considérate mi invitada cada vez que salgamos juntos. Para ser sincero, lo que yo desearía es que me consideres algo más, mucho más. Sin darme cuenta me había declarado. La revoltosa inquilina de mi boca no se habia mantenido detrás de las rejas de marfil, y sin pedirme previo permiso se sirvió de autonomía propia, asombrándome con su proceder.

Los árboles tendían sus ramas, ofreciéndonos la frescura de sus hojas, intentando aliviar el rubor que nos invadía a los dos.
A pocos metros la gran heladería, un puesto ambulante regentado por un anciano de ojos bondadosos, rostro regordete y bonachón. Preparaba el mejor helado casero que yo había probado en mi vida. Lo anunciaba como--¡Al rico helado mantecado!-- en una letanía difícil de traducir pero increíble de escuchar, evocaba a viejos trovadores medievales, ofreciendo su refrescante y dulce producto a quien deseara escucharlo.

Lucia aturdida por mí declaración, hecha solo hacía unos instantes. La noté aliviada de no tener que reaccionar por lo menos en ese momento y a mí me daba tiempo de pensar en lo que había dicho sin reflexionarlo.
--Ciertamente es la mejor heladería de la ciudad -- dijo con la boca llena a rebosar del frió mangar--.
El abuelo no nos quiso cobrar, me conocía desde hacia años, cuando aun me acompañaban mis dos seres más queridos, afirmando que no podía poner precio a tan bella compañía y que se sentiría muy honrado de que aceptáramos su invitación. Agradecidos y aliviados por el pequeño lapsus, nos alejamos sonriendo.

 El cielo se oscureció amenazando las negras nubes con derramar su húmedo llanto sobre nosotros.
Buscamos refugio en un pequeño merendero del parque rodeado de jazmín, dama de noche y celestina, lo hacia casi invisible al transeúnte curioso. Construido en madera, con techo de cristal partido en porciones como una gigantesca  tarta. Quedamos quietos y mudos, allí sentados con las manos resbaladas sobre el regazo, su mirada  atravesó mi corazón deslizándose hasta el final de mí estómago. Lancé un gemido gutural sin articular palabra, el arpa que poseía en mi garganta tenía las cuerdas paralizadas. Mi corazón latía temeroso de haberme precipitado, de cometer un error imperdonable. El enigma no tardó en resolverse.
Aunque el horizonte era una línea angosta y desapacible, el merendero se veía suavemente iluminado por su presencia. Aturdida, fue Lucia quien rompió aquel mágico instante en el que las palabras se negaban a formarse y fluir como una catarata libre de diques que la contuvieran.


--¿Lo que has dicho, antes iba en serio?.
--Nunca en mi vida he hablado mas enserio, es más, jamás he deseado tanto y con tanta fuerza estar con otra persona como lo deseo contigo. Era mí único pensamiento, mí único anhelo, mí única esperanza de cordura.
Las gotas de lluvia comenzaron a golpear con fiereza los cristales del techo, tanto que por un momento temimos que  estallaran sepultándonos bajo una cortante manta.
Se deslizó hasta mi mejilla acariciándola con un roce suave de sus labios, no fue un beso exactamente pero con ello declaró la pureza de sus sentimientos.
El estómago lo sentía adherido a mi espalda y el corazón tan parado como un reloj de cuerda olvidado durante años en un polvoriento cajón. Por fin solté una bocanada de aire contenido en mis pulmones, inertes hasta el momento, dando un hipido de alivio.
--¿Esto significa que sientes lo mismo que yo?.
--Desde la primera vez que te vi.
La cubrí con mis brazos en un acto de súbita ternura.-- Liberándose de mí con suavidad---dijo aquello muy bajito muy serena pero con la voz entrecortada por una turbación que  no entendí en ese momento.
--Tendrás que aceptar ciertas condiciones, al menos de momento.
--Lo que tú me digas. Perdona si me he precipitado en algo.
--No tienes la culpa de nada, pero tendrás que ser paciente conmigo. Lo dejó caer con suavidad pero se me clavó como un afilado palo, en el corazón de un vampiro.
--No soporto que me toquen, me da miedo y asco a la vez. ¿Me ayudarás a superarlo?. Y si no logramos superarlo dejaremos de vernos, no tienes por que aguantar a una tarada como yo.
--¿Qué te han hecho?. ¿Quién te lo ha hecho?.
--La vida a veces es una cochinada, y yo no he tenido mucha suerte. Poco a poco sabrás todo lo que desees sobre mí, pero con calma. Hay cosas que te contaré y una vez dichas no quiero que volvamos a referirnos a ellas, formula todas las preguntas que desees en el momento y luego te olvidas. ¿De acuerdo?.
--Como te dije antes, tus deseos son ordenes para mí. Pero aunque nunca pudiera tocarte elegiría el celibato con tal de permanecer a tu lado.
El resto de la velada estuvo llena de confesiones inconfesables de secretos desvelados, con ojos empañados entre la rabia y la pena, la voz en pausa para continuar una y otra vez donde se interrumpió el relato.
Tenía el alma rota, a punto de rendirse a una culpa de la que no fue nunca culpable, traumatizada por falsas acusaciones, cargas impropias de su edad. Le estaban robando su inocencia y su sonrisa con pecados ajenos. Escuchándola desee aniquilar la reliquia de su pesadilla, regalarle unas alas para que volara libre por este mundo injusto. La miraba como se hacia cada vez más pequeña e indefensa. Quería estrecharla tan fuerte, hasta absorber de su memoria tan aciagos recuerdos.
Continuará...

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