sábado, 3 de junio de 2017

Las alas de un ángel rotas (4º parte)

--LIMBO--

 Todo comenzó hace muchos años, quizás esto hubiera pasado igual, aunque mi vida se desarrollara de otra manera. No lo sé.
En casa de mis padres siempre se respiró una calma tensa, o al menos así lo recuerdo, mi madre parecía un gato al borde de engancharse al techo al menor ruido, cualquier movimiento a su alrededor la alteraba, sólo en raras ocasiones se veía relajada y sonriente, pasado el tiempo pude observar que esos periodos siempre coincidían con las ausencias del que yo por aquel entonces llamaba feliz y despreocupado, papá. También hay que puntualizar que no eran muy frecuentes, ya que su trabajo resultaba ser bastante sedentario y monótono.


El día de mi décimo cumpleaños amaneció luminoso, el sol brillaba calentando la tierra, haciendo crecer flores multicolores en el campo, los pajarillos cantaban felices desde las ramas de los árboles y yo me sentía pletórico. Volví corriendo del colegio, deseaba ver el regalo que me habían comprado en casa. Por la tarde se celebraría como todos los años una pequeña fiesta, sólo mis dos íntimos amigos y mi abuela materna, la única que aún  vivía. Mi felicidad era completa, el profesor de matemáticas estaba enfermo así que nos permitieron salir una hora antes del cole, lo tomé como un regalo especial, por ser un día especial, solo se cumple una vez al año, tampoco me parecía tanto pedir que ese día pasaran cosas distintas a lo habitual.
Sin embargo la casa estaba diferente, el silencio lo envolvía todo,  un escalofrió recorrió mi columna de arriba abajo, alterándome el animo. Mi madre algo sorprendida por la prematura llegada, salió de la cocina intentando disimular, pero su callado llanto se clavó en mi corazón como aguda aguja de acero candente.


--¿Qué ha pasado mamá?. ¿Qué tienes en la cara?.—las lágrimas acudieron raúdas, resbalando copiosamente por mis mejillas—
--¡No te asustes mi amor!. Me he caído, sólo es un golpe.
Pasé mis pequeños dedos sobre su cara con la esperanza de aliviar su dolor.
¡Ven mami, agáchate!. Te daré muchos, muchísimos besitos para que se te cure pronto.
 Mis labios besaron suavemente una y otra vez su golpeada piel.
--¿A qué ya te duele menos? –más que una pregunta fue un ruego.
--¡Claro que sí!. Ahora veamos tu tarta de cumpleaños.
Los dos intentábamos disimular la pena que nos ahogaba, pero deseaba tanto verla feliz, que hubiera hecho cualquier cosa. Una terrible sospecha anidó en el corazón, la sensación aún sin pruebas de que algo anormal y terrible se cernía sobre nuestras cabezas. Una pequeña luz de alarma parpadeaba incesante en mi interior advirtiéndome de un inminente peligro. Cuanta verdad había en ese aviso.

 A veces escuchaba a mamá y a la abuela discutir bastante acaloradamente, en otras ocasiones mi abuela visiblemente enfadada, hablaba y hablaba, mi madre cabizbaja y llorosa escuchaba.
Faltaban cuatro días para que nos dieran las vacaciones de verano, me parecía que nada podría enturbiar mi felicidad, golpeaba cada piedra que encontraba de regreso a casa, tarareando una canción que escuché por la mañana, la alegre melodía quedó muda atrapada en mi interior. Un coche de policía estaba aparcado en la puerta de casa y los vecinos como comadrejas curioseaban alrededor, antes de alcanzar la entrada una ambulancia me obstruyó el paso, mis piernas se quedaron sin fuerzas, intentaba llamar a mi madre, correr a su encuentro, sin embargo mis pies se hallaban clavados al suelo, dos
hombres vestidos de blanco se la llevaban. En un acto supremo de desesperación, salió de mí un grito desgarrado.
--¡Mamá!. Nadie pudo impedir que llegara hasta ella, mordí, di patadas, bramé poseído por el miedo y la desesperación. Tapándose la cara con el brazo que aún le quedaba sano me tranquilizo. Pidiéndome que fuera bueno, que la abuela me cuidaría. Vi marchar el horrible coche blanco, las luces parpadeaban solicitando paso y el polvo que dejaban tras de sí sus negros neumáticos, empañaban el cristal de mis ojos. Un tacto conocido reposaba sobre el hombro, intentando sosegar la inquietud que me invadía.
Permaneció seis días en el hospital, no me dejaban entrar por ser un niño de doce años, eso no me desanimaba en absoluto. Nada más desayunar, decía irme a jugar, no era cierto, sisaba el dinero del autobús y me quedaba sentado frente a la ventana de su habitación,  no me iba hasta que ella me saludaba agitando alegremente su mano y me lanzaba un beso, que empujado por su aliento llegaba hasta mi mejilla, lo recogía guardándolo simbólicamente en el bolsillo. 

El día del alta la esperaba ansioso en la puerta con mi boletín de notas en la mano, sabía lo importante que para ella eran mis estudios y salvo un buen comportamiento, sin duda era el mejor regalo de bienvenida. Cuando apareció sentada en una silla de ruedas, el aire dejó de fluir por mis pulmones, mareado perdí el equilibrio, si no llega a ser por una buena samaritana, doy con mis huesos en el suelo. Para mí satisfacción luego comprobé que la silla de rueda era una estúpida norma hospitalaria.
El verdugo abandonó la casa tras la denuncia puesta por mamá y ese verano paso a ser el mejor de toda mi vida.
Continuará...

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