lunes, 12 de junio de 2017

Las alas de un ángel rotas (7º parte)

Un búho blanco de ojos redondos y afilado pico, acudió por primera vez aquel día a mi ventana. Su mirada penetrante me incomodaba, el volver de su cabeza me recordaba algo demoníaco, sobrenatural. Nunca compartí la experiencia con nadie, temía las burlas y la incredulidad. A lo largo de mi vida ha sido mi confidente leal y mudo, acabé anhelando su visita con verdadera ansiedad. En vacaciones y otras fiestas en las que cambiábamos de domicilio, me preocupaba que no me encontrara, sin embargo él parecía no tener problemas, siempre lo hallaba en mi ventana esperando su recompensa, luego escuchaba paciente mis temores. Así fue durante mucho tiempo hasta que cambio mi forma ...
--Eso mejor se lo explico más adelante.


--¡Hablábamos de mis temores, bien!. No volvimos a ver a este hombre, ni visitas, ni señales de vida. Comencé a prometerme una existencia tranquila junto a mi madre y mi abuela.
El día de mi catorce cumpleaños, amanecí cansado y sin ganas de asistir a clase, el cielo se veía cubierto por una suave bruma. Escruté el rostro de mamá buscando un punto de debilidad que me permitiera quedarme en casa, con voz dulce e insistente no permitió que me saliera con la mía, al volverme para decirle adiós con la mano sólo distinguí su silueta recortada sobre la claridad que se proyectaba a su espalda.  

En el colegio olvidé mis temores, para la hora de regreso, había cambiado mi estado de animo. Abrí la puerta de un golpe como solía hacerlo siempre. Una depravada oscuridad reinaba en toda la casa. Una especie de grito salió por mi boca, la nariz aleteaba enloquecida dificultándome la respiración, la sangre corría por las venas a velocidad de vértigo, cerré y abrí los ojos creyéndolo una alucinación. Era incapaz de creer lo que estaba contemplando, el odio reconcomía mi alma, al aflorarme profundos sentimientos de ira, menosprecio y dolor. Levanté la mirada al cielo acechando a Dios, para intentar descubrir si veía estas cosas, si estaba en todos sitios como decían los curas. Y lo maldije una y otra vez por no proteger a una de sus hijas. Esperaba que éste fatal desenlace no nos llevara  a una trágica resolución.

Los cuadernos y libros revolotearon como pájaros inexpertos, estrellándose contra el suelo, impulsados por una convulsión súbita.
--¡Mamá!. Y el grito se ahogo en la garganta.
 Las paredes estaban decoradas macabramente con arañazos de sangre, reposaba sobre una alfombra roja, vertida por ella misma, extendida en su huída en busca de la salvación. Su bello y apacible rostro desfigurado a golpes, el párpado izquierdo casi colgaba en su totalidad, el prominente fluido rojo dificultaba la evaluación de las heridas, con la mano derecha se presionaba el estómago, tímidos hilos de sangre se escapaban entre sus dedos. La abracé besándola sin importarme otra cosa que estar junto a ella. Sin embargo la urgente necesidad de auxiliarla me hizo buscar el teléfono, no me fue fácil, el salón presentaba visibles señales de lucha, arrancado, pude distinguirlo bajo unos cojines, no estaba dañado. Con torpes y temblorosas manos y sin dejar de consolarla, pedí ayuda a la policía, atropellándome en mi relato. En una letanía monótona e interminable sólo acertaba a decir, mi dirección, repitiendo con insistencia, ¡Mamá!, ¡Mamá!, ¡Mamá!.
Continuará...

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