lunes, 19 de junio de 2017

Las alas de un ángel rotas (9º parte)

--¡Le contaré una anécdota muy divertida!.
El cementerio es un lugar muy grato para mí, cuando tengo una inquietud, una duda, --paseo por sus calles-- es el único lugar donde puedo visitar a mi madre, pedirle consejo, sentado sobre la fría piedra procuro transmitirle calor, cerrando los ojos siento su presencia.


 Un maravilloso día gris y lluvioso, vi entrar un cortejo fúnebre, solidarizándome con la familia por su perdida, lo acompañé. Cual no seria mi sorpresa al distinguir unas facciones que aborrecía, el cómplice de mi padre, el juez imparte injusticia. Lo presidía lloroso y demacrado, como puede imaginar, una morbosa curiosidad me impulso a llegar al fondo del misterioso suceso. Cosa de Dios o del Demonio, me daba igual. Disfrutaba viendo esa mandíbula fláccida, desencajada de dolor, el pelo cano pero tan abundante como las cejas, parasoles perfectamente ubicados para protegerse del sol y esa nariz pequeña y bulbosa que recordaba la de un Troll.  Su hija, -- su única hija -- había muerto de una brutal paliza a manos de su amantísimo esposo. Como es de esperar la sentencia fue una burla. ¡Cómo siempre!. Para la victima y para la familia.

Seguí al apenado cortejo por las adoquinadas calles, respiraba entrecortadamente incapaz de serenarme, los ojos del viejo dejaban traslucir su pesar. Llegamos ante una fachada sin apenas ornamentos, la piedra ennegrecida por el moho lucia en todo su vetusto esplendor.--¡Quizás merecía una duda razonable!--. Pero la venganza es dulce y recorre con su fuerza imparable cada fibra de nuestro ser, no razona, ni tiene piedad y tanto el cuerpo como el alma se empapa de esta dulce ambrosia.

Plantado como un ajado ciprés ante la negra puerta del panteón familiar, dejaba que el agua empapara sus ropas y pegara el pelo a su frente, las saladas lágrimas se mezclaron con el agua que prolíficamente caía del cielo, en esos momentos no parecía tan poderoso e imperturbable, tan intocable. La vida le golpeaba donde más le dolía y  pensé que por primera vez se impartía justicia. Disfruté el momento con una morbosidad sin limites, saboreando cada minuto, cada segundo, cada décima de segundo de su dolor. Esperé a que se encontrara solo y con una sarcástica sonrisa le extendí la mano –sabia que mi nombre no le sonaría a nada, así que me presente como una de sus victimas --. Le expresé mi satisfacción por el hecho ocurrido, recordándole que a cada cerdo le llega su San Martín. Sus ojos ensangrentados por el llanto me miraron turbados, incrédulos, espantados. Mientras me alejaba pisando con ruidosa seguridad el camino de grava, aspirando el olor a tierra mojada, tarareando una alegre cancioncilla.

En el fondo mi abuela tenia razón, decía que si era paciente, la vida se encarga de poner las cosas en su lugar. Pero yo carezco de esa virtud.
Continuará...

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