martes, 6 de junio de 2017

Las alas de un ángel (rotas 5º parte)

La abuela poseía una agradable finca en el campo, rodeada de árboles con una enorme pradera frente al porche. Una construcción de madera muy antigua, con dos pisos y muchas habitaciones para jugar y ser feliz. En un rincón del amplio salón, una gran chimenea de piedra, repleta de marcos, de plata, madera, tela, metálicos, antiguos, modernos, con fotos de personas ya muertas o bien que nunca había conocido.

Corría emulando al zorro justiciero, atizador en ristre, vengando afrentas infringidas a bellas damas, mi madre me miraba a través de los grandes ventanales que daban a ese verde y maravilloso prado salpicado de flores multicolores amapolas, margaritas, lirios silvestres, en esos momentos me gustaba refugiarme en su regazo sintiendo que ningún mal podría alcanzarme mientras esas manos me protegieran.
No quise preguntar nada, tampoco ellas tuvieron fuerzas para mentirme, ni para decirme la verdad, se suponía que tan cruel era una cosa como la otra. ¿Cómo se le explica a un niño que su padre golpea a su madre?. ¿Qué excusa le puedes dar?. ¿Qué está loco?—pues que lo encierren, lo diría hasta un bebé--. ¡Pero no! La figura paterna es necesaria –dicen los entendidos—da igual que lo que tú emules como adulto sea a un asesino, un drogadicto, un sinvergüenza.........—lo importante es la sangre, el portador de esperma puede deshacer tu cerebro hasta convertirlo en huevo hilado, ¡Pero recuerda, es tú padre, haga lo que haga y te convierta en lo que te convierta!. Yo lo veo como la sustitución del derecho de pernada---sin lógica pero de una veracidad que le hiela la sangre a cualquier persona que le afecte el problema. 

Cuando más felices éramos y la normalidad parecía volver a nuestras vidas. Casi a finales de septiembre, -- me encontraba ahogando hormigas--. Una nube de polvo como un destructor tornado se acercó por el camino de tierra que conducía hasta la casa. 


Perdí las ganas de seguir ejecutando bichos que nada me habían hecho y corrí por instinto junto a mi madre.
--¿Qué te pasa Pablo?. --Le señalé el camino--. ¡Si, viene un coche!. ¿Y qué?. Será alguna visita o la tienda que nos trae la compra.
Sabía que no, lo vi acercarse cada vez con más nitidez, inexorable, como una maldición bíblica. El coche rojo del hombre que se había casado con mi madre, de su verdugo. Me escondí bajo las tablas del porche y lloré mi mala suerte con impotencia y rabia.
Los oí llamarme, taponé los oídos con mis dedos, los introduje tan fuerte y tan profundo que llegué a hacerme daño en ellos, mi abuela creo que supo todo el tiempo donde me encontraba, pero respetó mi decisión. 

Mi madre intentó explicarme lo inexplicable, acepté por ella, regresamos a casa a finales de septiembre. Nunca volví a marcharme al colegio como antes, siempre temía encontrarme un coche de policía o mi madre golpeada de nuevo. Rezaba por las noches para que sufriera un accidente o muriera de alguna enfermedad rápida pero devastadora, dejándonos tranquilos, pero eso nunca sucedió, debe ser que Dios no atiende ese tipo de peticiones por muy justas o necesarias que nos parezcan. 

Transcurridos casi diez meses, con una chulería insultante, volvió a mostrarnos su faceta más diabólica, poniendo de nuevo nuestras vidas en jaque.
Esa fatídica mañana de domingo se levantó de mal humor, mamá me pidió que me metiera en mi habitación y no hiciera ruido, hasta que se calmara un poco  o decidiera salir a dar un paseo—usando ese tono tan dulce que acariciaba los sentidos--. Obedecí al instante y de buen grado, no había cosa que me resultara más placentera que no encontrarme en el mismo lugar que él, pero buscaba gresca y estaba dispuesto a provocarla si fuera necesario para justificar su mala sangre.
Continuará...

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