lunes, 4 de septiembre de 2017

Las alas de un ángel rotas (31º parte)

Una gruesa verja entre negra y verde pardusco, a medio pintar nos flanqueo el camino, se veía abandonada y vieja, navegando en medio de la desgana y la falta de presupuesto por parte de los encargados del centro, estaba claro, que esa acción no reportaba beneficios y lo que allí había eran gente loca, sin sentimientos, ¡Qué mezquindad!. Lucía buscó a ciegas mi mano, la suya estaba fría como la muerte.

Personas con miradas feroces o perdidas, se apelotonaban tras los sucios cristales empañándolos con su aliento, otros se tiraban de los pelos, dándole apariencia aun más inquietante, algunos giraban sobre si mismos, haciendo repetitivas preguntas, aunque para mi lo peor eran los gritos, esas voces desgarradoras que no saben que piden, ni porque protestan, enrojeciendo sus gargantas con alaridos que nadie escucha, pero que marcan el alma y alteran el animo, sobre todo a nosotros ajenos a estas cuestiones. Esas voces muy a pesar mío se grabaron en mi cerebro.

Una enfermera con pinta de perturbada, nos condujo a una habitación comunitaria, contamos diez personas, sentadas en el suelo y apoyadas en las paredes, los colchones esparcidos indiscriminadamente—al observar nuestra cara de asombro por el lastimero estado de la habitación, nos explicó, que era muy peligroso ponerle bases para los colchones, se autolesionaban. Asentimos sin mucha convicción--. Nos señalo una esquina de aquel deprimente habitáculo, una mujer de espaldas jugueteaba con algo imaginario, se distinguía por ser la única que su cabello parecía más o menos peinado.
Lucía abrió la boca varias veces, pero ningún sonido salió de su garganta, la sustituí.
--¡Ana!—volvió su rostro hacia nosotros. ¡Ana!—volví a repetirle.
Un rostro envejecido, acompañados de una atormentada mirada, profundos cercos negros enarbolaban sus ojos, fundiéndose con sus mejillas sin color, pequeñas heridas de arañazos decoraban su frente y cuello— provocadas por peleas con otros internados allí --. Nada en ese rostro correspondía a su edad cronológica.
Abrió los párpados con lentitud, nos observó con una mirada vacía que dio paso a la indiferencia, miraba sin trasmitir ningún sentimiento—hasta que Lucía abrió la boca--.
--¡Mamá! ¡Mamá!—su ausencia de expresión cambio volviéndose felina, con una risa fría, quebradiza, morbosa, que hubiera helado el mismísimo infierno –se dirigió directamente a su hija.
--¡No me lo puedo creer!. Ha venido la putita de mi hija a verme.
Enfatizando las palabras más hirientes todo lo que pudo, parecía escupir veneno por la boca. Fue una riada de odio. En el rostro de su hija se leía el dolor que le estaba taladrando el alma, no esperaba buena acogida, pero aquello era demasiado.
Tragándose las lágrimas y sin permitirse perder la compostura –le apreté con fuerza la mano, pero creo que no lo noto, si le hubiera dado un corte estoy seguro que la ausencia de sangre habría sido total --. Le habló en un tono dulce pero autoritario.
--Madre, sólo he venido a formularte una pregunta, ¿Quiéres trasladarte a un centro de pago donde las atenciones serán mayores y tú vida será mejor?.
--¡Qué pasa, la zorra de mi madre se ha muerto por fin, y el calzonazos de mi hermano quiere redimir sus múltiples pecados!.
--¡No!. Es largo de contar y no tengo tiempo, si deseas el cambio házmelo saber ahora o si prefieres pensártelo, el centro me lo comunicará.
Nos dimos la vuelta con la intención de hablar lo antes posible con el director y marcharnos.
--¿Sigues tirandote a todo macho que se cruza en tu camino, putita?.—luego deslizando las palabras -- respondió-- Acepto tú proposición.

En esta ocasión no fue dolor lo que vi, sino rabia. Volvió su rostro tenso como cuerda de violines.-- Ana soltó una sonora y sarcástica carcajada—Lucía avanzó unos pasos y aunque en ese momento deseo abofetearla, -- Dios suele mandar fuerzas cuando más las necesitas--, sin contestar salió de la horrible estancia, al entrar en contacto con el aire algo más limpio del pasillo, fuimos conscientes del inmundo hedor que desprendía aquel sitio.

Ya fuera, Lucía volvió su rostro, una sombra negra nublaba su mirada, parecía más vieja que apenas unos minutos antes. Su madre con parsimonia se mesaba los cabellos, sus ojos de nuevo miraban sin ver, sola de nuevo con su particular infierno.
Quedó todo a la espera de las ordenes de Lucia, --no pensaba volver a entrar en contacto con su madre--. Si es que a esa monstruosidad se le podía dar tan honorable título.
Reconocimos que había ocurrido de una manera mucho más espinosa de la esperada, incluso así, demostró un inconmensurable coraje y una notable fortaleza.

Continuará...

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