lunes, 18 de septiembre de 2017

Las alas de un ángel rotas (35º parte)

--Lucía, hoy tenemos que hacer una visita muy importante—iba de un lado a otro recogiendo cosas y sin prestarme mucha atención, me respondió--.
--¿Dónde?—dijo algo ausente—. No tardé en atraer toda su atención.
--Al cementerio, quiero que visitemos a mi madre y la abuela.
--¿Cómo?. ¿Al cementerio?. ¿No entiendo?.
Me di cuenta, que no le había hablado nunca de mis incursiones, y consideré mejor dejar esa parte de mi vida en suspenso.
--Llevarle unas flores a las lápidas –dije corrigiendo lo dicho con anterioridad.
--¡Claro!. Cuando tú quieras.
--¿Te parece bien dentro de una hora?.
--¡Vale!
--Te noto distraída pasa algo que no me hallas dicho –el rubor se apodero de su rostro--. Y respondió con un – no-- tan poco convincente que me dio miedo insistir.
A medida que nos acercábamos a nuestro destino, los latidos de mi corazón se asemejaban a un fox-trop—Lucía notó el nerviosismo, apenas si despegué los labios desde que salí de la casa, respetando mi silencio me apretó la mano con fuerza y note como nuestros corazones latían, fuertes, poderosos, unidos por una cadena invisible pero real que nos daba fuerzas para enfrentarnos a la vida.
 
Al acercarnos, no sentí calor ante aquellos inertes ángeles de fría y vetusta piedra. Un sentimiento de desconsuelo se apoderó de mí, pero un aire cálido me acarició las mejillas, alborotándome el cabello como promesa de nueva vida y por unas décimas de segundo, algo tangible, me rozó la piel. A lo lejos, --visible sólo para mis ojos—los seres hasta ahora, los únicos más amados, alzaban sus manos para enviarme un tierno beso y comprendí que era como tenía que ser. No podía hallar esperanzas en la muerte porque no las había.
Y la tristeza se evaporó cuando Lucia me rodeo la espalda con sus brazos y aunque debimos mostrar más respeto. Tiré con suavidad de su mano, entibiando el gélido mármol con nuestro amor, besándonos.
Y Dios en su infinita misericordia, perdonándome pecados imperdonables, la primera de tres veces, ofreciéndome la redención a través de terceros.
Los sueños, la inquietud, no me abandonaron por completo, aparecían cuando menos lo esperaba. En esos instantes no me sentí atosigado por el pasado, respiraba en paz.
Unidas nuestras manos, rezamos ante las lápidas retirando las primeras hojas que nos anunciaban el invierno y recibiendo sus buenos augurios.
 
En silencio caminamos por los pasillos de tierra que nos conducían a la salida, sólo el crujir de algunas ramas al romperse bajo los pies, osaban interrumpir el momento. Ella me apretó con fuerza los dedos y nuestras miradas se fundieron en una sola y el sendero se fundió en un solo sendero, que al enfrentarlo juntos no nos producía temor.
--¡Pablo!. Tengo que darte una noticia y no se si te alegrarás, todo ha sido tan precipitado, que ni siquiera hemos tocado el tema.
--Porque ese tono tan triste, ¿Ocurre algo malo?—escruté sus ojos buscando una mala noticia. Sin embargo, me miraba con una franca sonrisa dibujada en su cara--. Me tienes en ascuas, dime que ocurre.
--¡Verás!—y me condujo hasta un banco del parque, bajo un cincuentón árbol, el sol se filtraba entre sus hojas, dibujando sombras sobre nosotros--. Tu sabes que no hemos tomado ninguna precaución. ¿Verdad?.
--¿Precaución, para que? – dije sin saber cual era el enigma--.
--¡Dios mío Pablo!. A veces parece que no estas en este mundo. Papá.
--¿Qué hablas de papá? ¿Qué papá?.
--Esto parece imposible. Pablo, vamos a tener un bebé. ¿ Tú que piensas? 
Continuará...

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